Desde la toma de posesión de Donald Trump los observadores especializados y los ciudadanos en general han estado esperando (en vano según el sector escéptico) que el discurso del nuevo presidente se hubiera moderado y ajustado de acuerdo con la experiencia del pasado.
Pero la contundencia del mensaje del discurso del 20 de enero en Casa Blanca, en el que acusó sin visos de ambigüedad a su antecesor Barack Obama de haber secuestrado la esencia del país, se ha visto reforzada por las acciones ejecutadas en las primeras semanas.
La docena de decretos puestos en marcha y las declaraciones digitales de Trump, unidas a unas contadas y polémicas conferencias de prensa, han dejado a los observadores en Estados Unidos y en el resto del mundo en un estado de incredulidad y estupefacción raramente detectables en el pasado.
Entretanto, los sectores que reflejan el voto favorable en la elección no han podido ocultar su satisfacción.
Ha llegado el momento de identificar y profundizar sobre la esencia del mensaje que Trump ha transmitido y cómo se puede relacionar con unos valores que, según su acusación, fueron violados o manipulados en las administraciones anteriores. ¿Qué América –término favorito de Trump– ha sido traicionada?
El retrato de la América profunda que se quiere reponer se debe a un puñado de asesores, entre los que destacan Steve Bannon y Stephen Miller en lo que atañe a la parte política. Por otra parte, la estrategia replicaría la más vaporosa doctrina reflejada en las creencias de unos destacados hombres de negocios, que cayeron como paracaidistas directamente desde sus empresas a las diversas secretarías. Igual que Trump, no han pasado por ningún escalón de proceso de elección.
La esencia de esa América que se intenta restituir y que el vencedor de la elección considera que refleja el sentimiento de sus electores y gran parte del Partido Republicano –que lo va a apoyar por lo menos en un primer mandato– está fundamentada en la existencia de una nación “profunda”. Está más allá de la coyuntura actual, pero se ve íntimamente vinculada a los hechos que dominan la escena no solamente de Estados Unidos sino del resto del mundo.
El pensamiento de Trump, sus asesores y sus electores está íntimamente cimentado en una de las ramas fundamentales de las interpretaciones de ese invento genuinamente europeo que se llama “nación”, y que está íntimamente ligado a la evolución del “Estado” moderno y el concepto de “soberanía”.
Su origen debe identificarse con dos fenómenos paralelos: la Revolución Francesa y el proceso de independencia de Estados Unidos. Ambos fenómenos destruyeron los cimientos de la autoridad del consenso de Westfalia que entronizó no solamente los límites de los reinos, sino que certificaron la “propiedad” del monarca sobre el estado.
Las revoluciones americana y francesa descubrieron la preeminencia de un nuevo ente, el “pueblo”, sublimado como la “nación”. Todos los ciudadanos podían adherirse a este nuevo concepto, por libre elección. Había nacido la nueva “nación”. Pero la reacción conservadora y el movimiento romántico consideraron que ya existía una “nación” primordial, étnica, cultural, nativista, eterna, no como resultado de una libre elección.
Durante más de dos siglos, el modelo de una nación “liberal”, “francesa”, “americana”, basada en la opción, se fue asentando, mediante la práctica y la redacción de media docena de enmiendas.
La necesidad de poblar el inmenso territorio forzó al sistema a aceptar la diversidad, corregida en diversas épocas con precisas restricciones de origen nacional. Pero la soterrada reacción nativista se mantuvo latente, lista para reclamar la existencia permanente de una América de raíz básica anglosajona, protestante, blanca, celosa de la preeminencia de la lengua inglesa.
La disciplinada adopción de las reglas básicas de la “americanización” permitió la instalación de una nacionalidad equilibrada. Sucesivas oleadas de europeos y asiáticos cumplieron con el mandato de olvido de sus costumbres ancestrales y sus lenguas originales. El regreso a sus lugares de origen no estaba al alcance de muchos, con lo que el refuerzo de sus características se fue diluyendo.
La excepción surgió con la “invasión” latina, especialmente la de raíz mexicana. Arropada por las comunicaciones modernas, el vínculo con sus lugares de origen se mantuvo en contraste con la experiencia histórica del olvido. La globalización y la necesidad de mano de obra generaron el aumento notable de la inmigración indocumentada.
La América primordial estaba amenazada y se debía corregir mediante la ejecución de leyes y decretos. Los hispanos tenían buena compañía. También había llegado la hora del rechazo para los musulmanes, huidos de unos países golpeados por las guerras y el terrorismo. De momento, los decretos de Trump han sido frenados por los tribunales, bajo los argumentos de violación de principios constitucionales que atentan contra diversas dimensiones de la nación de opción.