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Terminan de gemir. Sus cuerpos -similares- yacen uno junto al otro. Se besan en los labios. Se acarician el cutis. Y no se mueven más. Duermen entre sábanas bañadas de sudor masculino. Apesta a sexo. Pasa el rato. La noche cae. Vuelven… Otra vez sus ojos se cierran. Como a eso de las tres y media de la madrugada (aunque ser exacta es imposible, no estoy allí) otro hombre entra a la recámara. No quiere hacer un trío. Pero sí procura lo que con trabajo se paga. La puerta del apartamento de estos dos profesionales, uno abogado y otro creativo de una agencia de publicidad, fue forzada por un mozalbete. Por un pobre diablo, que empastillado, les arrebata el sosiego a estos amantes. Un tanto desconcertados, los hombres ni tratan de cubrirse sus áreas desnudas. Es más importante intentar salvar sus vidas. Darle lo que el ladrón en la noche exige: prendas, dinero, Ipods y hasta un vaso de agua. “Los mari… tienen chavos, denme to’ lo que haya, ahora, que sino les vuelo la cabeza”, pide el tipo vestido de negro y con algo de temblequeo en su voz. El menos nervioso, no repara y sale hacia un cofrecito, hacia la cajita que heredó de su abuelita. Mirando al piso, pues pretender chocar pupila con pupila con el chamaco violento, de no menos de 20 años, sería peligroso, le vacía lo poco y lo mucho que guardaba. “Esta mier…”, reclama el delincuente. “No hay más”, responde uno de los asaltados. El agresor, desconforme, se encierra con los novios en la habitación. Los obliga a que repitan lo que al principio de esta historia se relata. Quiere verlos en acción. El morbo invade el escenario. Ellos, como con asco, “copulan”. El tipo se maravilla. Mas luego de consumada la actividad, el hombre agarra una navaja, cual Pedro. Los mata”. “No hubo curiosos, no hubo preguntas nadie lloró”.