El tema sobre el sistema de nombramiento de jueces, ha pasado de ser solo recurrente a ser, además, urgente. La histórica y reciente convicción federal de un juez por corrupción en el desempeño de su cargo y el todavía pendiente caso de lavado de dinero contra un abogado que supuestamente cometió los hechos mientras integraba la Comisión de Evaluación Judicial de la Rama Judicial han colocado a la Judicatura en lo que probablemente sea uno de sus momentos de menor confianza pública en la historia. Para utilizar un término propuesto por nuestro invitado especial, el profesor Erwin Chemerinsky, estos casos han vuelto a enfocar la atención del público en la juridocracia o, como se podría decir en nuestros barrios, la cofradía que ha llegado a representar la Judicatura en nuestro sistema republicano.
Los fundamentos para esa visión de cofradía son muchos. Algunos se pueden adjudicar a los propios jueces, otros, a la forma en que está estructurado ese poder constitucional comenzando por el hecho de que es el que más poder tiene sobre el Pueblo, pero es el único sobre el que el ciudadano no tiene poder decisional alguno para decidir quiénes entran, y permanecen, en él.
Mi intención no es repasarles todo el debate sobre las alternativas de reforma de sistema del nombramiento de jueces y que incluyen el establecimiento de un sistema de mérito, las enmiendas constitucionales para disminuir la influencia de los poderes legislativos y ejecutivos, y hasta una muy sensata propuesta del decano asociado de esta escuela, el profesor Hiram Meléndez Juarbe, para que, sin necesidad de alteraciones constitucionales, los jueces reciban un nombramiento condicionado a que, después de recibir sus credenciales, prueben su capacidad y mérito mediante un proceso objetivo.
Más bien, mi intención es exponerles la necesidad de inyectar la transparencia en el proceso de nombramientos y evaluaciones judiciales como prerrequisito a cualquier tipo de reforma o modificación que se introduzca en ese proceso.
Como propuesta de política pública, la transparencia tiene el beneficio de que limita la capacidad que tienen los actores públicos para buscar y obtener beneficios privados indebidos para sí o para terceros por virtud del poder público. El acceso a la información por parte del público, como elemento constitutivo de la transparencia, evita que la información ganada por virtud del poder público sea usada como moneda personal del funcionario para prebendas y arreglos indebidos. La transparencia también provee las herramientas para que la sociedad pueda monitorear y fiscalizar el ejercicio del poder público. Además, la transparencia también establece un nuevo clima de gestión pública que propende a que se fomente cada vez más transparencia. Es decir, la transparencia tiene el potencial de preparar el terreno para tener cada vez más transparencia y buena gobernanza pública. Más puntualmente, la transparencia ayuda a que el precio de incurrir en actos de corrupción sea cada vez más costoso para los funcionarios públicos.
En este punto, la pregunta obligada es, ¿tenemos suficiente transparencia en nuestro proceso de nombramiento de jueces y juezas? La respuesta llana puede ser: ¡Claro! El Gobernador manda un comunicado de prensa identificando a los nombrados, el Senado llama a vistas públicas, y el Tribunal Supremo invita a la prensa a las ceremonias de juramentación. Genial, ¿no?
La verdad es que no, no es nada genial, porque cuando levantamos la primera piel de ese proceso nos encontramos con un esquema de total encubrimiento de información y hasta de destrucción de documentos públicos que desemboca en que el ciudadano promedio tiene cero posibilidades de conocer datos importantes sobre sus jueces. El sistema actual, incluso, le roba al ciudadano la posibilidad de ejercer efectivamente derechos reconocidos y de iniciar procedimientos fundamentados de disciplina judicial. Veamos.
El primer paso formal para cualquier abogado o abogada que quiera ser juez es someter una solicitud a la Oficina de Nombramientos Judiciales de La Fortaleza. Y en esa etapa, el encubrimiento y la cofradía quedan protegidos por la Ley Núm. 91-1991, conocida como la Ley del sistema de evaluación de jueces y candidatos a jueces, que establece una estructura compartida entre el Poder Ejecutivo y Judicial para el manejo de los nombramientos judiciales y que, en su artículo 21, dicta que “[t]odo el proceso de evaluación de jueces y aspirantes a jueces de los organismos creados por este capítulo estará sujeto a normas de estricta confidencialidad así como toda la información que se recopile y los documentos e informes que se produzcan como consecuencia de este”.
Para hacer efectiva esta prohibición absoluta, añade el giro de tuerca de que cualquier funcionario público, no importa de qué rama, que publique alguna de esta información, aun si es por omisión, está expuesto a procesamiento criminal por delito menos grave.
Así que, en esta primera etapa, esa información sobre el candidato, y que después veremos un poco de qué información se trata, está completamente fuera del alcance del ciudadano.
Luego, si el candidato o candidata cuenta con el aval del Gobernador, su expediente pasa al Senado donde, podría pensar nuestro Juan del Pueblo, podría ir a buscar lo que no le dieron en La Fortaleza. Pero resulta que, en ese cuerpo, con capacidad para crear sus propias reglas, operan todavía bajo el reglamento creado en la pasada Asamblea Legislativa y que dicta que esos expedientes pueden ser destruidos, previa autorización del Presidente del Senado, de forma tal que no sobrevivan el término de la Asamblea Legislativa que los evaluó para cumplir con el consejo y consentimiento del esquema constitucional. Así que nuestro amigo Juan del Pueblo tampoco encontró allí información alguna sobre su juez o jueza. Le queda entonces la Rama Judicial.
Pero allí vuelve a caer en las redes de la Ley Núm. 91-1991, donde se activa un sistema de doble encubrimiento, ya que la sábana de confidencialidad que citamos cubre también los procesos de evaluación del desempeño de los jueces y los de ascenso y renominación. Y de esta forma se encumbra el perfecto diseño de encubrimiento y destrucción de documentos que hace que la Judicatura sea inescrutable para Juan del Pueblo, a pesar de que puede decidir sobre la libertad y propiedad del ciudadano, y a pesar de que sus miembros son por lo menos, si no más, funcionarios públicos que cualquier otro de cualquier otro nivel en el Gobierno. Eso vale la pena repetirlo porque todavía sorprende la cantidad de jueces con los que uno se topa que viven en una nube en cuanto a su status. Los jueces y juezas son tan, o hasta más, funcionarios públicos que cualquier funcionario de cualquier nivel en el resto de nuestro aparato gubernamental.
Ilustremos lo absurdo de la situación, y de antemano mis excusas por las sensibilidades que se podrían herir. Si Juan del Pueblo quisiera corroborar que tiene base para solicitar la recusación del juez que preside su caso en la Corte de Distrito federal, el de primera instancia en ese sistema, va a la página de la Oficina Administrativa de las Cortes de Estados Unidos y consulta la biografía del juez. Si la sospecha es que hay un conflicto de interés actual y vigente, va a esa misma página y, utilizando un formulario de una sola hoja en el que no se le requiere explicar motivos, solicita cualquier informe que haya sometido ese juez, incluso su informe financiero con desglose de inversiones y datos de su cónyuge, y, a vuelta de correo, obtiene dicho informe que está sujeto a muy limitadas y claras excepciones de lo que el juez puede evitar que sea divulgado.
Ahora, si ese mismo ciudadano quiere obtener una información similar del juez o jueza municipal que preside su caso, se enfrenta con la bóveda de la Ley Núm. 91-1991. ¿Habrá mejor ejemplo de lo que es un verdadero déficit de democracia?
Hasta ahora, he limitado mi exposición a los elementos, contradicciones y argumentos que surgen de la propia demarcación legal que está en nuestros libros en cuanto al nombramiento y evaluación de jueces. Pero creo que es pertinente recordar una base de discusión muy importante que es la siguiente: en Puerto Rico, por nuestra básica condición de ciudadanos y ciudadanas, tenemos un derecho constitucional de acceso a la información que no excluye, en su origen, los expedientes de nombramiento y evaluación de jueces. De la manera en que ese derecho fue enunciado, y que ha sido desarrollado, por nuestro Tribunal Supremo, se requiere que cualquier ley que tenga el efecto de declarar confidencial un documento público, pase por el más estricto escrutinio con suma deferencia al derecho de acceso a la información que tiene el ciudadano.
Esto impone la pregunta de cuál o cuáles pueden ser los intereses apremiantes que pretende proteger la Ley Núm. 91-1991 y si el método usado para protegerlos es el más directo y estrecho posible para evitar coartar indebidamente el derecho constitucional de acceso. En la exposición de motivos del estatuto no hay una sola referencia a la necesidad de confidencialidad. De hecho, lo que se puede concluir de la exposición es que es el salario, y no la promesa de confidencialidad sobre su trasfondo personal y desempeño profesional, lo que resulta crucial para “el interés apremiante de mantener y atraer las personas más idóneas y capacitadas para ocupar cargos en la Judicatura”.
Frente a este vacío de justificaciones en la Ley Núm. 91-1991 para extenderle confidencialidad a estos expedientes, veamos otros efectos específicos que esta confidencialidad tiene sobre el ciudadano, aparte del ya gigante efecto por la violación de un derecho constitucional que incide también sobre el ejercicio de su libertad de expresión. Y nos referimos a materias procesales y éticas de la propia Rama Judicial. Si el ciudadano no tiene información del trasfondo personal y profesional del juez, ¿se le garantiza a cabalidad el derecho que le da la regla 63 de las de Procedimiento Civil sobre inhibición o recusación del juez? O, ¿realmente tiene las herramientas para fundamentar una querella por el Canon de Ética Judicial 10 (sobre exigencia de imparcialidad por parte del juez al nombrar a personas para asistir al tribunal), el 20 (sobre limitaciones e inhibición), y el 26 (sobre cargos y encomiendas incompatibles con el ejercicio del cargo judicial)?
No se trata de elucubraciones o de una inclinación morbosa por el conocimiento de intimidades ajenas. Si examinamos los formularios que se someten actualmente para el proceso de nombramientos judiciales, veremos que requieren la siguiente información: preparación académica; información del cónyuge; cursos de educación jurídica continuada que haya tomado; admisión a la práctica en otras jurisdicciones; membresía actual o pasada en asociaciones profesionales, sociales, culturales o deportivas y sociedades profesionales; reconocimientos; servicio militar; desglose de experiencia profesional de los últimos veinte años; desglose de clientes principales; desglose de jueces o juezas ante los que se haya desempeñado; compañeros abogados y abogadas contra quienes haya litigado; publicaciones; experiencia como oficial administrativo; desglose de casos más relevantes; desglose de negocios que haya manejado; investigaciones a las que se le haya sometido; principales acreedores; si planifica devengar otros salarios además del relacionado a su cargo judicial; las personas que puedan dar referencias de sus cualidades personales y desempeño profesional, así como las certificaciones gubernamentales que se le piden rutinariamente a cualquier persona que interactúa con el Gobierno de manera significativa.
Ante esta avalancha de información propongo solo dos preguntas de cernimiento: ¿qué de esto causaría perjuicio al candidato si fuera divulgado? y ¿qué de esto no es necesario conocer para evaluar la idoneidad del candidato?
Para ese ejercicio es pertinente tener presente la experiencia de la jueza asociada de la Corte Suprema Sonia Sotomayor, quien nos llenó de orgullo a todos y todas los puertorriqueños no solo por el mero hecho de su nombramiento, sino por su exquisito desempeño en el proceso de evaluación en el Senado federal. Pues sepa que la base de esa evaluación legislativa y pública fue un expediente de 173 páginas que la Casa Blanca divulgó voluntariamente sobre Sotomayor y que contiene, no solo todos los renglones que cubre el formulario en nuestro proceso de nombramiento, sino más. ¿Qué cuánto más? ¿Qué les parece una narrativa de cómo discurrió su proceso de evaluación por parte del Ejecutivo, incluyendo detallar todas las conversaciones telefónicas y entrevistas presenciales que pasó, incluyendo los nombres de las personas que la entrevistaron? Imagínense si eso se divulgara para cada uno de nuestros jueces. O, imagínese este otro, un apartado en el que tiene que divulgar voluntariamente y explicar cualquier situación que crea que encierra un potencial conflicto de interés. Acá entre nosotros, Sotomayor no puede ver ningún caso relacionado con la marca de autos Ferrari ni con el diseñador Fendi, tenía una fortuna de poco más de un millón de dólares cuando fue nombrada y pertenece a un ultra exclusivo club de mujeres profesionales llamado Belizean Grove.
Aparte de esas divagaciones entretenidas, el ejemplo de cómo fue el proceso de nombramiento de Sotomayor nos provoca proponer la pregunta, muy pesada en sus implicaciones, de ¿qué justifica que los ciudadanos y ciudadanas de Puerto Rico conozcan menos de sus jueces municipales, de primera instancia, apelativos y asociados, de lo que pueden conocer de una jueza asociada de la Corte Suprema federal?
Está claro que el secretismo en el proceso de nombramiento y evaluación de jueces no es beneficioso para la ciudadanía, pero hay un grupo para el cual es particularmente pernicioso: para los propios jueces honestos que, en su mayoría, componen nuestra Judicatura y a los que el esquema actual de encubrimiento de datos los deja sin armas para defender su integridad ante cualquier apariencia de actuación antiética, parcialidad o prejuicio.
Un sistema público y fácilmente accesible de información objetiva sobre el trasfondo profesional y personal de nuestros jueces, así como la mayor divulgación sobre su cumplimiento con estándares de productividad y los Cánones de Ética Profesional, sería uno de los componentes principales de un plan para recuperar y mantener el lazo de confianza ciudadana que es lo que le da legitimidad al sistema judicial —legitimidad sin la cual nuestro sistema judicial sería solo parodia o pantomima—. Otro componente, como también nos ha dicho el profesor Chemerinsky en sus escritos, sería la transmisión, por televisión o internet de la mayor cantidad posible de procedimientos judiciales (Véase, e.g., Erwin Chemerinsky & Eric J. Segall, Supreme Court Should Lift its Blackout, Los Angeles Times (22 de marzo de 2012). No es justo un sistema que le requiere a unos funcionarios aguantar con estoicismo todo tipo de expresión pública sobre su desempeño y, a la vez, le niega la posibilidad de que su más importante foro, el estrado, esté al alcance de la mayor cantidad posible de la población a la que sirve.
Frecuentemente, y en el contexto de estas discusiones, amigos y amigas miembros de la Judicatura a los que aprecio y distingo, me han argumentado, incluso emotivamente, que se sienten prisioneros y atados de manos. Entiendo cómo algunos requisitos del cargo pueden pesar como cadenas pero creo que la mentalidad de búnker y de creciente aislamiento que permea en las reglas que la Rama ha hecho para sí misma es lo que levanta innecesariamente paredes y rejas más gruesas entre el juez y el ciudadano. Es tiempo de romper esas paredes para que pueda entrar la luz del sol. Es por eso que una de las organizaciones en las que sirvo, Espacios Abiertos, trabaja en una propuesta legislativa para eliminar la confidencialidad que contiene la Ley Núm. 91-1991 y liberar los expedientes tanto de los candidatos a jueces como los expedientes de evaluación de los miembros de la Judicatura. Una propuesta de reivindicación ciudadana de derechos constitucionales que, ojalá, también cuente con el apoyo de la Judicatura.
De hecho, exhorto al Tribunal Supremo a que, independientemente de las disposiciones de la Ley Núm. 91-1991 para los expedientes de candidatos y los expedientes de evaluación, establezca un proceso sencillo de acceso a la información o, mejor, una directriz de divulgación proactiva para que los y las ciudadanos puedan tener acceso a, por lo menos, los resumés e informes financieros de los miembros activos de la Judicatura. Medidas concretas como esta proveen una garantía de restablecimiento de confianza ciudadana mucho más sólida y duradera que las cientos de horas que se puedan invertir en trabajos de comités o comisiones.
Ponencia dictada por el autor durante la Primera Conferencia sobre Ética de Jueces y Abogados, celebrada en la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico (UPR) el 27 de marzo de 2015. Este texto fue publicado originalmente bajo el título “Un prerrequisito de cualquier reforma del sistema de nombramiento de jueces” en el Volumen 84 de la Revista Jurídica de la Escuela de Derecho de la UPR.
El autor es periodista y abogado. Egresado de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico y profesor adjunto de la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana en materias de libertad de expresión y acceso a la información. El licenciado Serrano agradece la colaboración de la abogada María F. Ramos, las estudiantes Isbel Alvarado e Ismari Ramos y el equipo de la Revista Jurídica de la Universidad de Puerto Rico en la realización de esta ponencia.