Ketchup, papitas fritas, pan, juguitos tropicales, dulces agrios, mantequilla, un poquito de refresco, tostones, dos cervezas, queso y la última pechuga: esta es la lista de las cosas más significativas dentro de mi nevera y mi congelador. Parecería ser una triste historia, pero de ella son protagonistas muchos estudiantes universitarios, a los que algunas veces nos parece un sueño un buen plato de comidita casera, hecha con mucho amor y cariño por tu buena madre, que gratuita y desinteresadamente te sirve un plato de obrero y hasta te pregunta si quieres una rajita de aguacate por el lado. Y es que, independientemente de si te hospedes o vivas con tus padres, nuestra alimentación se convierte rápidamente en un monstruo temible, que crece con el fin de darnos una sorpresita en un futuro no muy lejano. “Cada día es más difícil concienciar a los jóvenes sobre sus decisiones a la hora de comer. Hay que recalcarles que eso de barriguita llena, corazón contento no es así de sencillo como parece”, opinó la nutricionista y dietista Olga Ramos, mientras se encargaba de supervisar las maravillas que ingerí durante un periodo de siete días que documenté en una especie de diario y que a su vez, serviría de base para un breve perfil de mi alimentación. No fueron sorprendentes los gestos de la nutricionista a la hora de evaluar mi “dieta universitaria”, ya que en su mayoría, mi dieta consiste simplemente de alcohol y alimentos altos en grasas saturadas y preservativos. Ramos explica que este es el cuadro general al que se expone el universitario, debido a tres razones básicas: en primer lugar, este tipo de alimentos son más accesibles y económicos. Es casi imposible, inclusive dentro de la misma Universidad, no sentir la presión de ir al Centro o de meter unas pesetitas a las máquinas cuando el hambre empieza a apretar. En segundo lugar, nuestra generación se crió en su mayoría con promesas de “si te portas bien te llevo a comer a…”, que, adrede o no, crearon un culto a la comida chatarra, ahora visto por muchos como un ritual de gratificación instantánea por la “colgá” que te diste en el examen, porque cobraste o quizás porque te repetiste el tan famoso y dudoso “yo me lo merezco”. Finalmente, el desconocimiento sobre los alimentos y sus contenidos nutricionales; hay que estar pendientes de las etiquetas, ya que por algo están ahí. Aunque para muchos el comer es meramente saciar una necesidad fisiológica, la nutricionista expresó que “no es el llano hecho de comer, sino de comer bien… y muchas veces olvidamos que bien no es sinónimo de mucho”. Sin embargo, hay que considerar que aunque inevitablemente vivimos rodeados de este tipo de bombardeo anti-saludable, existen opciones para todas esas almas con estómagos y bolsillos vacíos. A los que se hospedan, Ramos recomienda fijar un presupuesto que permita hacer una compra mensual, en donde exista una variedad de frutas y vegetales, productos lácteos, granos y carnes con poca grasa, como el pollo y el pescado, así como bebidas no carbonatadas, preferiblemente agua. Tras varias insinuaciones sobre productos enlatados y sopas de bolsita que inicié para desviar la atención del tema de las bebidas, afirmó que hay productos de esta índole que sí pasan por su visto bueno, como por ejemplo, el atún y las sopas bajas en sodio, ya que son opciones económicas, de larga duración y que se pueden complementar con otros alimentos. El llevar una merienda en tu bulto es otra recomendación útil, ya que te permite ahorrar dinero y de igual modo, matar el hambre en lo que llegas a tu casa. Debemos recordar, en las palabras saludables de mi guía hacia el buen comer: “las posibilidades al momento de comer son infinitas, lo importante es conocer las opciones, conocer nuestros cuerpos y darles la energía que necesiten”, para que no nos vayamos con Los Panchos antes de tiempo.