El que se va se lleva su memoria, su modo de ser río, de ser aire, de ser adiós y nunca. -Rosario Castellanos Es extraño. En el patio trasero de mi casa entrevisto a mi padre. Anda descamisado, según él, el clima tropical lo enferma. A pesar del calor da sorbos en intervalos a una taza de café que le he preparado un rato antes. En pocos días se acerca una fecha que, si bien intenta olvidar, modifica en él su comportamiento, también su semblante. Cada 11 de septiembre pasa igual. Con el tiempo, esta fecha ha marcado la relación entre ambos todas las primeras semanas de septiembre que junto a él he compartido. Y es que lo asalta el silencio. Mi padre nació en Santiago de Chile en el 1938. El lector podrá preguntarse qué hago hablando sobre el mes de septiembre, tomando en consideración que me crié y nací en Puerto Rico. Pues bien, el 11 de septiembre del 1973 ocurrió en Chile uno de los golpes de Estado más violentos en la historia de nuestro continente. Al igual que mi padre, son miles los que han tratado de borrar esta fecha de todos los calendarios. Pero siempre fallan y es entonces cuando más trabaja la memoria.
Es difícil saber por qué unos optan por el exilio, y otros no. Lo cierto es que en cada bando es diferente la cicatriz. “Al que se va, el corazón se le aloja en la garganta”, dice mi padre, luego de dar un sorbo a su taza. “Y es que nunca se sabe por qué uno se va, así nomás”. “Yo llegué a Puerto Rico en el setenta. Allá trabajaba en La Telefónica de Santiago, tenía un buen puesto. Yo aportaba dinero al Frente Amplio y una vez, de puro ‘wevón’, salí fotografiado con varios colegas del Frente, y me botaron”, añade, mientras arquea las cejas. “Tenía un primo que era médico viviendo en República Dominicana, el Marcelo. Como quedaba cerca, vine a Puerto Rico”. Sus movimientos son pausados, las palabras le salen lentas, como si no quisieran salir. ¿Irse era el miedo a quedarse? “Al principio no, el miedo llegó después, estando acá, preocupado por tu abuela y mis hermanos. Allá nunca estuve amenazado porque la cosa no estaba tan mala. Se venía cuajando. Pero acá me enteraba, las veces que podía hablar por teléfono con tu tía, de las cagadas que se estaban cometiendo. Figúrate: mi viejo, (tu abuelo) tuvo que hacer un hoyo en la tierra para enterrar cualquier libro o texto sospechoso, si los quemaba, lo descubrían”. Por mi padre, me he enterado que mi abuelo construía casas, fue un arquitecto que apenas llegó al sexto grado de elemental. “Le gustaba mucho la música clásica y leía mucho a éste…cómo se llama…Tolstoi, todo lo aprendía solo. Era muy serio y recto el viejo”. El café se le enfría, pero no se da cuenta. Algunos árboles, a causa del viento, hacen más ruido de lo común.
¿Dónde estabas el 11 de septiembre del 1973? Respira. “Ya te lo dije una vez, trabajaba de gerente en un cine en San Juan, en Santurce mejor dicho. Me enteré mientras trabajaba, por la radio”. Suelta la taza y ya no habla más. El exilio deja una marca indeleble. El que se va, se lleva la mirada natal e intenta asumirla en el presente, para no quedar enganchado para siempre en la nostalgia. “Con tu madre hemos pensado ir a Chile, volver. Pero es difícil y además, volar cuesta mucho”, ríe. Se hace tarde. Los mosquitos afilan sus dientes y es hora de entrar a la casa. Le prometo a mi viejo no hacerle más preguntas y otro café al próximo día. Acepta. Sé que hablar de algunas cosas es casi imposible para él. Por eso lo abrazo y le agradezco, también en silencio. Nadie es héroe por irse, ni patriota por quedarse. -Eduardo Galeano