La ciudad de Managua puede parecer idílica desde el aire al viajero primerizo. El lago Xolotlán que extiende en la lontananza sus aguas grises, quizás verdes, bajo la custodia del imponente cono del volcán Momotombo.
Las lagunas de esmeralda que duermen en el fondo de los antiguos cráteres. Junto a una de ellas, la laguna de Tiscapa, se levantaba el Palacio Presidencial de la familia Somoza en lo alto del cráter. En los jardines, los prisioneros convivían en estrecha vecindad con los leones y las panteras de un zoológico doméstico, fieras y hombres enjaulados.
Abajo, la ciudad al alcance de la mano, o del puño, entre las brumas de la resolana. islas conectadas por pistas de adoquines como intestinos sueltos, y multiplicó los escombros de la pobreza, luego el número de sus habitantes, y lo horrible se volvió la regla. Otra canción, un corrido del compositor nicaragüense Tino López Guerra, empieza: Managua es mi linda tierra la novia del Xolotlán… Falso idilio. M
anagua ha ensuciado sin piedad las aguas del lago por décadas. Mi amigo el poeta Mario Cajina Vega, ya muerto, sentenciaba que era un eufemismo decir que la capital le daba las espaldas al lago, si más bien le daba el trasero, porque defecaba sin pudicia en él. Era su excusado, su depósito de aguas negras, como lo sigue siendo. La antigua catedral, cercana al lago, quedó fracturada para siempre por el terremoto de 1972, cuya hora fatal marca todavía la carátula del reloj en una de sus torres.
Lejos de allí se levanta ahora la nueva obra del arquitecto mexicano Ricardo Legorreta, donada por el filántropo católico Tom Monaghan, dueño de la transnacional de pizzas Domino ́s. Parece más bien una mezquita con sus múltiples domos, como una gigantesca cajilla de huevos.
El Palacio Presidencial, regalo del gobierno de Taipei al presidente Arnoldo Alemán, procesado más tarde por lavado de dinero, se alza al lado de la vieja catedral, y parece un juguete de Fisher Price con sus columnas dóricas pintadas de vistosos colores y sus vidrios dorados
. El presidente Daniel Ortega lo ha rebautizado como Palacio de los Pueblos. Los esplendores falsos del progreso, en la plenitud de su monotonía, se repiten también en el enjambre de carteles publicitarios que se alzan por doquier, y con los que uno se enfrenta desde cualquier ángulo de visión, una explosión de anuncios que como manada de ovejas descarriadas han encontrado ahora su amo y señor en otros de mayor dimensión y altura: las efigies de Daniel Ortega erigidas a tramos calculados, el mismo rostro envejecido de factura.
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El autor es escritor, abogado y periodista nicaragüense.