El ser humano, en su intento de descifrar lo que hay bajo sus pies, no ha llegado demasiado lejos. Por supuesto, debo obviar Viaje al Centro de la Tierra, de Julio Verne. “Desciende por el cráter del Snaefellsjökull cuando la sombra de Scartaris lo acaricie, antes de las calendas de julio, viajero audaz, y llegarás al centro de la Tierra”, dice Verne. Lo cierto es que si nos asomamos al Snaefellsjökull, no distinguiremos más que el fondo del volcán, poco más.
Sin embargo, bajo nuestros pies hay más vida que sobre la superficie del mundo. Algunos científicos estiman que podrían existir hasta 100 billones de toneladas de bacterias viviendo bajo nosotros, en lo que se conoce con el pomposo nombre de ecosistemas microbianos litoautótrofos subterráneos. Así que, a pesar de que Thomas Gold, de la Universidad de Cornell, ha calculado que todas las bacterias del interior del mundo se colocaran en la superficie se cubriría el planeta hasta una altura de 15 metros, apenas sabemos con certeza lo que hay allí abajo.
En ese sentido, el interior de nuestro planeta es tan inhóspito como el espacio exterior. Bill Bryson lo expresa así en su Breve historia de casi todo:
"Se ha calculado que si abrieses un pozo que llegase hasta el centro de la Tierra y dejases caer por él un ladrillo, sólo tardaría 45 minutos en llegar al fondo. (…) Si la Tierra fuera una manzana, aún no habríamos atravesado toda la piel."
Pero no es necesario que descendamos tanto para disfrutar de un ambiente infernal y demoníaco. En todas las grandes ciudades, a sólo unos metros de la suelas de nuestros zapatos, existen lugares que nos harían estremecer con sólo imaginarlos. Hablo de las entrañas de las alcantarillas, los túneles de metro, las tuberías que se bifurcan interminablemente como los intestinos de un monstruo. Ya lo narraba así Ermano Cavazzoni en su libro de cuentos El poema de los lunáticos, en el que desgrana lo que sintió al introducirse una noche por el sumidero del lavabo hasta perderse por un tubo de cemento con ramificaciones de plomo.
O, quizás, lo describa mejor la rata aficionada a la lectura (y experta en cloacas por su condición de rata) que protagoniza la deliciosa novela Firmin de Sam Savage, concibiendo el subsuelo de una forma tan intrincada que parece salida de la mente de un cubista:
"Podría cansarle a usted los tímpanos hablándole de conductos, tolvas, bancadas y grietas, explicándole la diferencia entre arco abocinado y arco capialzado; y, sin aún siguiera despierto, podría dormirle a fuerza de hoyos perpendiculares, niveladoras, cacillos, cañas de comunicación y yacentes. Si disfruta usted con este tipo de descripciones, más le valdrá comprarse un manual de minería."
Lovecraft también imaginó oscuras formas demoníacas palpitando en las entrañas más profundas de la Tierra, como podemos leer en el análisis del autor que realiza Michel Houellebecq en H. P. Lovecraft, contra el mundo, contra la vida.
Cuando era pequeño tenía dos obsesiones en relación a viajar y correr aventuras, además de la típica de dar la vuelta al mundo como Phileas Fogg. Una de ellas consistía en surcar el cielo y, en lo posible, el espacio exterior con una nave construida con mis propias manos. Esta idea un tanto descabellada la tomé prestada de la película Exploradores, del director Joe Dante (cuya adaptación a novela pertenece a George Gipe). En ella, tres adolescentes construían una nave espacial con piezas de despojo, una nave que les permite viajar a las estrellas y contactar con formas de vida inteligente. Un verano, pues, me encerré en el pequeño taller de mi abuelo y me puse manos a la obra.
En un folio en blanco dibujé el diseño de una especie de carricoche construido con el armazón de una nevera vieja, reforzado con tablas de madera, alambres, clavos, tornillos, arandelas y cuerdas. Para su locomoción emplearía cuatro neumáticos sacados de algún desguace. Lo que no tenía muy claro es en qué consistiría el sistema de propulsión para emprender el vuelo. En principio, me bastaba con el desafío de que el chirriante vehículo lograra rodar. Quizá, con el tiempo, incluso podría instalarse un motor de dos tiempos o algo así para que mi estrafalario vehículo recorriera las calles del barrio. Y en un futuro ya volaría de alguna forma, quizá usando un ristra de globos llenos de helio, tal y como hace el protagonista de la película Up, de Pixar. Como podrán imaginar, mi proyecto se quedo en un montón de fantasías.
Mi otra obsesión consistía en explorar las entrañas de la tierra, en excavar túneles, recorrer galerías cual espeleólogo, construirme alguna guarida bien profunda, oculta de todos y preparada para sobrevivir a alguna clase de catástrofe nuclear. O tal vez cavarme una pequeña vivienda, como la de los hobbits en El señor de los anillos, de Tolkien. Una casa para agorafóbicos, una guarida donde almacenar mis cosas más íntimas, todos esos tesoros que, inspirado por un vago síndrome de Diógenes, me resistía a tirar a la basura o a vender por eBay. Como el pirata que se entierra con su tesoro.
O quizás pretendía encontrar nuevos mundos, subterráneos, de temperaturas uterinas, como los descritos por Albert Sánchez Piñol en Pandora en el Congo. Expedición al Congo en compañía de jóvenes aristócratas, fruto podrido de la clase alta británica, en busca de oro y diamantes. Pero lo que encuentran en una selva infinita y alejada de toda civilización que es la entrada a un mundo subterráneo, tan fascinante como aterrador.
En cualquier caso, mi quijotesca empresa consistente en perderme en las catacumbas de la tierra no dio sus frutos. Primero lo intenté en el parque que quedaba junto a mi colegio y donde mis amigos y yo nos reuníamos para jugar a canicas. Valiéndome sólo de mis manos y de una moneda de 25 pesetas, que usaba para abrir una brecha en las superficies más duras de aquel descampado de tierra seca, apenas logré cavar un hoyo capaz de alojar una sandía.
Otro mundo subterráneo descrito por una novela lo encontramos en la ciudad de ficción de Italo Calvino, Isaura, en su novela La ciudad invisible. Isaura (situada en algún lugar de Asia, según la novela) estaba provista de mil pozos que sus habitantes excavaban verticalmente en busca de agua. Una ciudad donde existen dos religiones. Los que creen que los dioses habitan en las profundidades del lago subterráneo sobre el que se edificó la ciudad. Y los que creen que los dioses habitan en los cubos que ascienden colgados de la cuerda nada más emerger del brocal de los pozos, y también en las poleas, en las palancas de las bombas, en los caños verticales, en los sifones y demás.
Mi intención era seguir y seguir hasta que yo mismo cupiese dentro del agujero, y desde allí empezar a cavar galerías, hasta crear una red subterránea de habitáculos bajo el parque, como si me hubiera empeñado en hacer la versión biggest de un nido de hormigas. Pero, como he dicho, me quedé en ese pequeño hoyo para sandías. No porque me hubiera rendido sino por la reprimenda de un anciano que solía acudir al parque para dar de comer a las palomas y cuyos alaridos encolerizados y su amenaza de llamar a la policía me anudó la garganta hasta casi impedirme respirar.
Tiempo más tarde, traté de repetir el empeño en la arena de la playa y pertrechado con un equipo de excavación mucho más sofisticado, a saber: uno de esos kits de playa que venden en las tiendas de la costa compuesto por un cubo, una pala y un rastrillo envueltos en una bolsa con forma de redecilla. Ayudado con un amigo al que embauqué para que se convirtiera en mi obrero mientras yo ejercía funciones de capataz, jefe de obras y jefe en general, finalmente llegamos a alcanzar una profundidad suficiente como para que nuestros cuerpos entrasen y nuestras cabezas apenas asomaran por la superficie. Fue un proyecto de ingeniería que se alargó casi todo el día y que tuvo que superar no pocas dificultades, como el hecho de que, en los primeros metros, las paredes de arena tendían a desmoronarse, llenando de nuevo el agujero.
También me he deleitado mi afición por lo subterráneo leyendo Túneles, de de Brian Williams y Roderick Gordon, una novela juvenil que narra cómo Will comparte con su padre una afición muy extraña para un chico de catorce años: pasa su tiempo excavando, buscando tesoros perdidos en las entrañas de la tierra. Así descubre que, bajo el mismo Londres, existen túneles que no constan en ningún mapa y puertas olvidadas durante siglos.
Pero descubrí que echando cubos de agua de mar conseguía que la arena se convirtiera en una suerte de barro compacto que se mantuvo en su lugar durante el tiempo que duró el proyecto. El agujero, sin embargo, tuvo que ser abandonado cuando llegamos a cierta profundidad y descubrimos un hecho que ni se nos había pasado por la cabeza: que bajo la arena de la playa también está el mar. Así pues, seguir cavando sólo hubiera servido para construirnos una piscina. Una piscina muy poco atractiva, porque también descubrimos que en el agua que quedaba bajo la arena nadaban unos gusanos finos y alargados, como lombrices. Ignoro si el hallazgo de este tipo de fauna es habitual cuando cavas en la arena de la playa porque, como comprenderán, jamás volví a intentarlo y mi kit de cubo, pala y rastrillo quedó olvidado para siempre en algún armario.
Pero alimenté mis anhelos subterráneos leyendo las novelas que les he referido. Seguro que a ustedes se les ocurren otras tantas que permitan explorar ese gran desconocido que hay bajo nuestros pies. Justo aquí al lado.
Fuente Blog Papel en Blanco