Son muchos –quizás no millones, admito– pero sin duda cientos, los recintos. Muchos en la isla, muchos afuera. Prefiero escribir acerca de los de afuera, no por verdadera preferencia, sino por que son los que mejor conozco.
Son recintos temporeros, improvisados. Son recintos que se crean en seminarios, cuando llega la inevitable pregunta: “¿Espérate, tú eres puertorriqueño? ¿Fuiste a la Iupi o a Mayagüez?” Son los recintos que empiezan con un mensaje de texto que te manda otro recinto, quizás en Kansas o algún lugar así de deprimente. “Oye, yo conozco de otro puertorriqueño en tu departamento, el cogió CIBI conmigo. Creo que está en tu mismo edificio. Escríbele, es buena gente”.
A veces son los recintos que se crean en la pista de baile de algún precario restaurante en Milwaukee, supuestamente cubano, en su triste noche latina. Recintos que se conocen en el “sansgivin” de otro recinto, solo a tres estados de tu recinto. Son recintos que solo los separa un viaje de guagua de seis horas y 40 pesos. Son recintos que quizás solo se conocían de lejitos, de haberse visto en la plazoleta de Generales, o no se conocían en lo absoluto, pero que ahora se unen en queja colectiva contra el maldito hielo, a lo absurdo del layering, y las ganas de darse una medalla.
¿Te acuerdas cuando eras recinto, Ricky? Yo no te conocía entonces, igual no te conozco ahora, pero me gustaría pensar que alguna mañana fuiste tan recinto como yo. Un recinto en Boston, ¿verdad? Te levantaste cansado, pues ayer no dormiste bien pensando en cómo ibas a convencer a tu mentor que te dejara escribir el paper ya, sin más análisis, ni controles, ni recovecos. Te hiciste el café que te manda tu mamá, de paso, la deberías llamar pronto, ya va casi una semana desde que hablaron. Te pones tus diez y ocho capas, sombrero y todo. Llegas a tu laboratorio y empiezas el día, hay ratones/proteínas/participantes humanos/[cualquier cosa que sea tu tema de estudio] esperando. Trabajas duro Ricky, todo el día. Llegas a tu casa y te comes alguna sobra del día de ayer. Has probado el quinoa y tratado los “lunes sin carne”, pero al fin y al cabo siempre terminas preparando el biftec encebollado que te enseñó a hacer tu papá. El secreto siempre ha estado en usar vinagre blanco, ¿no?
Estás feliz, Ricky, es viernes por la noche y tu recinto está de fiesta en el pequeño apartamento de algún compañero. ¿Que bien se siente, verdad, andar creando ciencia en algún campus de renombre estadounidense? Estás feliz Ricky, llevabas años diciéndole a quien te escuchara que te ibas, y te fuiste. Te fuiste a buscar un salario mínimo (o deuda), noches largas, trabajo arduo, y poco prestigio. Te dijeron que la ibas a pasar mal, que la academia, que la ciencia, pide mucho y devuelve poco, pero te fuiste. Y aquí estás. Recinto.
Así pasan los días y los años, Ricky. A ti no te pasaron, pero a los recintos que conozco si. Pasaron los años y los recintos tienen 29 y 32 años. Tienen jevos, parejas e hijos (llamémosle recintos en desarrollo). Les fue bien Ricky, a estos recintos. Tienen doctorados y publicaciones, becas y prestigiosas colaboraciones. Es importante a estas alturas aclarar que no puedo, ni quiero, hablar de todos los recintos. Solo escribo de los que conozco.
Volvamos. Les fue bien, Ricky. Este país, tan duro y tan frío cuando quiere serlo, los trató bien. Son recintos capaces, bien entrenados, y competentes. Pero Ricky, los años. Los recintos que conozco se cansaron con los años. Parece que hasta las memorias se han cansado, pues la taza de café con la insignia de la Iupi se rompió hace un año y la pegatina del gallito del cristal trasero del carro se ha desvanecido casi por completo. Los recintos ya no quieren dar los viajes de una semana a Puerto Rico, la ronda de visitas relámpagos a casa de familiares, la vueltita por Piñones. El aire seco del aeropuerto asfixia, las merienditas de JetBlue producen náuseas, y las lágrimas amargas que acompañan cada despegue ya no se apaciguan como antes. Eso me cuentan los recintos que conozco. Me hablan de mandar correos electrónicos a viejos mentores, preguntado si hay plazas. Inevitablemente, las próximas preguntas se la hacen a sí mismos, si quizás es momento de plantearse otra carrera o rendirse a ser recinto en alguno de los estados.
Me hablan los recintos de las mamás que se han puesto viejitas, de los perritos que ya no están, y de los sobrinos a cuyos cumpleaños no fueron. Me hablan de sentirse turistas en su país. Me cuentan que aborrecen el FaceTime y que el care package que tanto los alegraba ya hasta trabajo les da abrir. Se han cansado de contestar el dichoso “¿so are Puertorricans citizens?” y el inevitable “¿why do you have two last names?”. Están cansados. Aquellos futuros con los que soñaban, el café mañanero con colegas en algún merendero, el debate con estudiantes camino al estacionamiento, la queja de que los salones no tienen aire acondicionado, se ven cada vez más inalcanzables.
Ricky, quieren volver, eso me dicen los recintos. Que ya basta, que se acabó lo que se daba. Que se fueron sabiendo que no iba a ser fácil. Me dijeron los recintos que les habían dicho que era necesario, que era parte del trayecto. Ricky, les dijeron que era temporero. ¿Les mintieron? ¿Nos mintieron?
Están listos, los recintos, están preparados. ¿Ricky, los vas a dejar regresar? Acuérdate, dicen los recintos, que no todas las deudas son monetarias y que hay promesas que se hicieron hace mucho tiempo.
La autora es exalumna de la Universidad de Puerto Rico. Actualmente está haciendo un post doctorado en la Universidad de Columbia.