CIUDAD DE MÉXICO- Una semana después de que la Ciudad se paralizó por la epidemia de influenza porcina, María sigue sin entender por qué no tendrá fiesta de cumpleaños. Para celebrar sus 8 años quería una piñata de Pucca, un pastel de chocolate y que sus 12 amigas del 2o “A” le cantaran “Las Mañanitas” y le regalaran una Barbie que tiene dos perros, el nuevo disco de los Jonas Brothers y un I-Pod, color rosa obviamente. Sin embargo María no tuvo su fiesta. Y es algo que no entiende y mucho menos acepta. Como ella, la gran mayoría de los capitalinos sigue sin entender qué diablos está pasando. Lo único que saben, sabemos (y perdón por la primera persona), es que estamos viviendo días que nunca imaginamos. Nunca antes la Ciudad de México se había convertido en un pueblo fantasma como el de hoy. Una ciudad de calles desoladas, de rostros cubiertos, rostros sin sonrisas. Una ciudad sin apretones de manos, sin abrazos ni las reglamentarias tres palmadas en la espalda. Es una ciudad sin niños. Y una ciudad sin niños está muerta. Los niños están guardados en sus casas o en la de los abuelos (como María), sin poder disfrutar de esta inesperada semana de asueto, pues está prohibido ir al cine, correr por el parque o aburrirse en un museo. Como María sin su fiesta de cumpleaños, los capitalinos nos sentimos desconcertados, quizá desamparados. “Es que estas cosas le pasaban a otros, nunca a nosotros”, resume Víctor en referencia a la tradicional impunidad que los mexicanos creemos disfrutar con respecto del resto del mundo. Pero esta vez nos pasó a nosotros. Y aquí estamos. Sobreviviendo al miedo, al enojo, a la incertidumbre, a las cifras que se acumulan como tapabocas usados: muertos, infectados, sospechosos, indubitables, diagnosticados, supuestos, dados de alta, hipocondríacos. Pero no todo son malas noticias. Esta semana de emergencia sanitaria nos ha dejado demasiadas lecciones como para ignorarlas. ¿Qué hemos aprendido en estos días? Lo primero, sin mucho pensarlo, es descubrir que nuestros hábitos de limpieza distan mucho de ser los de una sociedad que se dice moderna. De un solo golpe, lo que siempre consideramos “normal” se trastocó hasta convertirnos en coprotagonistas de un fenomenal acto de paranoia colectiva: la manija de la puerta del baño dejó de ser tal y se volvió el mayor foco de infección en la Tierra; el botón del elevador es ahora un objeto prohibido; miramos con terror el pasamanos y un estornudo callejero es motivo suficiente para retar a golpes al inconciente que se atrevió a soltarlo. Hoy, gracias a la influenza porcina, descubrimos la grata satisfacción que produce lavarse las manos una y otra vez, seis, siete, ocho veces al día; aprendemos que toser debe ser un acto íntimo y no una ceremonia de bautizo múltiple; y de la misma manera cargamos para todos lados el gel antibacterial como si de un amuleto se tratara. (Usted que está leyendo, siendo sinceros, ¿a poco no tiene a la mano un desinfectante?) Entre la conciencia y la paranoia, la Ciudad se amuralló dentro de sí misma. Por esta vez las exageraciones fueron bien vistas y los desaprensivos, los que no usan tapabocas ni creen en los bichos que acechan en cada bocanada de aire, son vistos con recelo. Esta vez los audaces no son admirados. Y es que, por primera vez en mucho tiempo, la amenaza era directa, personal, inminente. Hasta antes de que se declarara la emergencia, las catástrofes eran vistas como algo lejano. Cosas que le pasan a otros, no a nosotros. Pero en esta ocasión, pese a no conocer a nadie que hubiera caído víctima de la influenza, sentimos (otra vez la odiosa primera persona) que estábamos en riesgo. Ya no eran “los otros” sino nosotros mismos quienes podíamos caer abatidos por el virus. El miedo es real cuando lo hacemos nuestro. Pero ni siquiera la certeza del temor logró evitar que en estos días de cuarentena se ejerciera uno de los deportes nacionales: descubrir conspiraciones. Fue cosa de sentarse a esperar muy poco tiempo para empezar a recibir las más disparatadas teorías que revelan la única y auténtica verdad detrás de la epidemia. Que si todo es un invento del gobierno para distraer a la gente de la crisis; que si se hizo para que nadie se diera cuenta de que el Congreso aprobó la posesión de dosis mínimas de droga; que si es un plan de las grandes trasnacionales para reimpulsar la economía, con las grandes ventas de las farmacéuticas; que si es un virus diseñado en un laboratorio gringo y que el ex secretario de la Defensa de Estados Unidos se está haciendo millonario con las ventas del Tamiflu; que si se quiso echarle tierra al accidente del Tren Suburbano; que si es una estrategia del gobierno panista para espantar a la gente y ganar así las elecciones del 5 de julio; que Felipe Calderón se sacó de la manga la alerta sanitaria porque los narcos lo habían amenazado con dinamitar estadios repletos de gente; y la mejor: que Barack Obama trajo el virus en su visita a México. Pero ninguna explicación satisface a María, quien sigue enojada porque no tendrá fiesta de cumpleaños. Después de varios días arraigada en su departamento, la niña pregunta sin rodeos: –Papa, ¿nos vamos a morir? –No, María, si nos cuidamos bien no nos enfermaremos –es la respuesta de un padre que de verdad quiere creerlo. –Y cuando ya todos estén bien… ¿me vas a hacer mi fiesta? –Te lo prometo. –FIN–