Para el pintor español Pablo Picasso todos los caminos siempre condujeron al arte, como demuestra su más reciente exposición en Valencia, en la que se trabaja sobre su relación con la danza, ilustrativa de su genio múltiple, abarcador, en continua efervescencia.
Los primeros atisbos datan de 1889 a 1902, cuando su curiosidad insaciable lo lleva al mundo de los cafés cantantes y cabarets. De esa época se conserva un manojo de carboncillos de bailadoras, bosquejados en Barcelona, y considerados auténticas anotaciones sobre pasos de danza.
Cultivada en distintos períodos extendidos hasta 1962, y quizás una de sus facetas menos conocidas, esa relación fructificó en diseños de escenografía y vestuario saturados de rupturas audaces, como los creados al calor de los Ballets Rusos de Diaghilev, quien atrajo hacia sí a los artistas más relevantes de su época.
En esa floración de la danza como arte total, divisa de Diaghilev, se juntaron talentos como el de Stravinski y pintores como Derain, Braque, Matisse, Roualt y Picasso, sin desdeñar a la vanguardia rusa, los constructivistas y surrealistas como Max Ernst y Joan Miró, bailarines como Vaslav Nijinski y Ana Pavlova y coreógrafos como Leonid Massine.
Tal confluencia, en una cofradía artística de alto voltaje, enriqueció el arte balletístico y le otorgó un papel protagónico en el paisaje estético de las vanguardias del siglo XX, que contribuyó a configurar. La exposición, abierta en la Casa de Cultura Marqués González de Quirós, de Gandia, exhibe 33 piezas -pertenecientes a la Colección Bancaja-, de ellas 32 con las maquetas, en color, del vestuario y escenografías para el ballet Le tricorne (El sombrero de tres picos), estrenado en Londres en 1919 a las que se suma un dibujo a tinta, de título Picador.
'Les trois danseuses', es calificada por la crítica "como un grito entre la súplica y el éxtasis, quizás la danza de la muerte"./andbleach24.blogspot.com
La muestra valenciana abarca, empero, solo una parcela de los vínculos picassianos con un arte que iluminó con su genio, del cual bebió y extrajo, a la vez, elementos que alimentaron su obra pictórica, en un juego de vasos comunicantes sostenido por su enorme capacidad metabolizadora, transformadora. Picasso, "el gran mirón", como gustaba definirse a sí mismo, estuvo ligado a momentos cumbre de las artes escénicas.
Vale citar su telón para La siesta de un fauno (1922), de Vaslav Nijinski, una pieza que dividió al público del teatro Chatelet, de París, en dos bandos furibundos, irreconciliables. El Chatelet amenazó venirse abajo -ante el erotismo de un fauno, que hoy pecaría de ingenuo-, entre el estruendo de silbidos y gritos acompañados por el redoble de pies sobre el piso en señal de indignación y rechazo. Una más de las batallas parisienses en pleno despliegue de las vanguardias. Nijinski no pudo resistir el embate.
A su alianza con Diaghilev se suman los bocetos de Parade (1917), estrenado el 18 de mayo de 1917 en el Châtelet, coreografía de Léonide Massine y música de Erik Satie, cuya partitura devoró el libreto de Jean Cocteau, en el que habían colaborado el propio Satie y Picasso. También los diseños del espectáculo Cuadros flamencos, producido por Diaghilev, ajeno a los Ballets Rusos.
En 1919 creó la escenografía y vestuario para Pulcinella, de Massine, con música de Stravinsky, su parigual en estéticas subversivas, quebrantadoras, de continuos saltos al vacío, insolencias y negaciones.
La relación picassiana con la danza cuajó en 1925, además, en una de sus obras pictóricas más singulares, Les trois danseuses, de la galería londinense Tate Modern, calificada por la crítica "como un grito entre la súplica y el éxtasis, quizás la danza de la muerte". A partir de esa fecha su romance con las artes escénicas da escasos frutos, más bien esporádicos, aislados, en obras como El 14 de julio (1936), Andrómeda (1944), Edipo rey (1947) o Icaro (1962), entre otras.
Pero su huella de aprendiz de brujo, como lo llamaban, su secreta alquimia de mago está ahí, brillando por sí misma, auténtica, original, sin servidumbre.