A mis panas Pedro Salsa y Cano Cangrejo, armas
de socialización masiva del gozo salsero y antillano.
– Papi, bailando es que es.
Dijo el Pana, fiel compañero en innumerables noches y amanecidas. El viento viene del norte. Hace un fresco seco en Río Piedras. Me doy dos pinchazos, y saco todo el guille de salsero de años vividos a toda prisa, con la cadena de oro estilo cubana en mi cuello como testigo de reputación cocola, y en las costillas más de treinta fiestas patronales, y sobre diez días nacionales de la salsa, desde la primera hasta la última orquesta, con sillitas de playa legisladas, y el resto de las primeras necesidades salseras debidamente contrabandeadas.
– Negra, echa pa’ ca.
Te digo, luego que aceptaras la invitación. Le tiro una guiñá, con todo el respeto del mundo, a la Julia que está frente a ti. Agarro tu cerveza después de pedirte permiso con la mirada, me doy un buen buche, la pongo en el muro donde estabas sentada, te agarro de ese espacio fronterizo entre espalda, cadera y nalga, y caminamos con guille hasta la pista.
Siempre asocio el sudor nocturno de una mujer a su felicidad, y en consecuencia, a la mía. A las mujeres que les gusta bailar de verdad les importan tres carajos si terminan sudadas. A ti no te molesta, lo sé, porque te he visto antes. Y se tiene que combinar con una sonrisa. Sin esa se queda cojo el sudor, le falta algo, como un concierto de reggae sin mafú. Esa es mi estrategia de la noche: verte sonriente y sudada.
Las bocinas cantan a Maelo. Llevo la clave 3-2 con los dedos: pa-pa-pa, pa-pa. Porque se baila en clave, lo demás es parkin. Una novia de Carolina me lo enseñó en la sala de su casa en Villa Fontana, cuando estaba en la intermedia.
La sincronía siempre es una buena noticia para la pareja bailadora. Nada peor que no encontrarla: uno se queda desesperado porque se acabe la canción para despedirse con cortesía y volver a la cerveza.
Le metemos. Ritmo y conteo. Tiro mis vueltas. Comienzo con las básicas en lo que suelto y caliento. Hago las señales con mis manos, claras y precisas, para que no dudes de lo que deseo. No fallamos. Te llevo, y tú te dejas llevar magistralmente. En realidad nos llevamos y nos dejamos llevar.
Se acaba el número: primera prueba superada. Pero antes de pedirte el próximo, me robas el tiro, me agarras una mano, pones la otra en el dorso lateral de tu tórax, y me haces el gesto de “otra” con la cabeza. Suena la Sonora Ponceña. Perfecto. Con la Sonora uno baila sí porque sí. Crossleads y cuartas. Cómodo, tiro cosas más complejas en la pista. Las bateas con soltura y elegancia, fluidez y seguridad.
Me encanta como te levantas la falda, por pendejécimas de segundo, y me enseñas tus duros muslos, y cuando hechas la cabeza para atrás cuando giras, y como llevas ese escote con la marca del traje de baño felizmente asomada, y como colorea ese tatuaje que me juguetea desde tu brazo derecho cuando sacudes los hombros. Me dan ganas de agarrarte por esos rizos, hablarte malo, que me hables malo, y que me calles con un beso mojado y rebulero: violencia de la buena.
Se va calentando la cosa. Soy sutil, firme sin ser brusco, cuando te halo o te empujo. No te importa que el manguillo derecho del traje se te corriera por el brazo: no te preocupas en ponerlo en su sitio porque ya estaba en donde tenía que estar. Me muerdo los labios sólo para ver tu coqueta reacción cada vez que lo hago. Me zumbas esa mirada, pecaminosa y sandunguera, que me deja loco y sin idea. Me tiro el truco que me enseñó un pana, también de Carolina, de la vuelta que termina con mi mano en tu escápula luego de peinarte, para que mis dedos bajaran rozando, casi sin tocar, tu pecho izquierdo.
Seguimos salseando, en cuatro por cuatro, en segunda. Ya tenemos la pendejá dominá. Suenan Cortijo, Valentín, Palmieri. Compramos, en tiempo récord y entre canciones, pal’ de cervezas más.
Pero ese DJ se tira unas que uno no ve venir. Dejó caer un merengue de esos que se bailan tan rápido que uno corre el riesgo de marearse y pedir cacao. Pero con Johnny Ventura uno no se puede quitar ni pal cara… Hay que meterle. Hay que tener babilla. Te pego. Tus ojos me dicen vamo’ allá. Y nos fuimos.
La tambora retumbó con la intensidad que sólo puede equiparar con la felicidad dominicana que se vive cada vez que vuelven a ganarle a los boricuas en béisbol. Y yo me la viví como si Puerto Rico hubiese ganado el Clásico aquella fatídica noche del 20 de marzo de 2013.
Se acabó el merengue, pero vino otro. Nos damos nuestros respectivos sorbos de cerveza para matar la seca. Esta vez uno apampichao de Juan Luis Guerra. Respiro hondo. Vuelves a robarme el tiro: te pegas hombro con hombro, cachete con cachete, nuestras manos en mi pecho, que ya era tuyo también. Y al sentir tu calor y tu palpitar, se me soltó la rodilla, y mi mano se posó en tu coxis, suavemente, para pegarte más. Para jalarte hacia mí. Para sentirte más. Para que te montes.
Negra, estamos en la nuestra. Lo sé, porque nos estamos susurrando a nuestros respectivos oídos la letra de la canción. Porque estamos respirándonos chulerías. Porque nos estamos dibujando caricias, tú en mi espalda, yo entre tu pelo. Porque estamos guayando en la esquina, en la lenta, bien pegaos, tanto, que ya estoy oliendo a ti. Porque ya no nos preocupa seguir en tiempo de la canción: la sincronía ahora es entre tú y yo, y de nadie ni nada más. Aunque nos estén mirando, que se jo… Además, porque estás enchumbá de sudor. Hace rato. Yo también. Y llevas sonriendo, con los ojos cerrados, desde hace pal de canciones atrás. Y yo también.
Por eso no hacen falta palabras, porque ya nos dijimos todo en esa conversación, rítmica y corporal, de notas sincopadas. Por eso ahora todo sobra, excepto el camino conducente a la humedad compartida entre nuestros cuerpos. Mientras dure la noche, todo será ganancia.