La destitución de James Comey, director del FBI, es la gota que colma el vaso de la actuación de Donald Trump. Desde el deleznable discurso de su toma de posesión, una zafia declaración de guerra, el inquilino de la Casa Blanca ha cosechado una colección de fracasos que corre riesgo de dañar irreparablemente el tejido político de Estados Unidos y su respetable prestigio histórico.
Rebasados los cien días de su mandato, iniciado el 20 de enero, no ha cumplido con ninguno de sus planes. Sus nombramientos se han reducido a la inserción de Neil Gorsuch, un conservador de sólida experiencia, en la Corte Suprema de Justicia. Nada más.
Trump se ha visto abofeteado sistemáticamente por jueces imparciales que han frenado su carrera a tumba abierta para aniquilar la inmigración del perfil racial y religioso que le exaspera. Su política de expulsión ha separado familias en que un miembro había cometido faltas insignificantes. Puede conseguir que se esfumen los trabajadores necesarios para colectar la fruta que la población general disfruta por sus precios asequibles. Nadie está dispuesto a pagar la construcción de su muro con México.
Se ha rodeado de una cuadrilla de millonarios hartos de amasar fortunas en Wall Street, a los que ha entregado las riendas de secretarías en campos para los que no están preparados.
El conjunto es una ilustración práctica del proceso seguido por Charles Wilson, directivo de General Motors, nominado por Dwight Eisenhower (1953-1961) para ser secretario de Estado. Al ser interrogado por el Senado sobre su actitud ante la posibilidad de que debiera tomar decisiones contrarias a los intereses de su antigua empresa, Wilson contestó con una lapidaria ocurrencia que ha quedado entronizada en los anales de la práctica política, con visos descaradamente capitalistas: “Lo que es bueno para General Motors es bueno para América”.
Se tienen dudas, sin embargo, sobre la exactitud de ese juicio, pues se sospecha que, en realidad, dijo que “lo que es bueno para América, es bueno para General Motors”, que confirmaría la bondad del ente estatal para la buena salud de la empresa. Pero, en fin, lo cierto es que los nombrados por Trump creen firmemente que disfrutar de sus cargos es premio a sus éxitos empresariales, sin que se sepa bien cuál es el beneficio para el país.
Ha repartido los puestos de seguridad y de responsabilidad bélica exclusivamente a militares jubilados. Algunos incluso han renunciado o se han visto obligados a regresar a sus casas, como el caso notorio del general Michael Flynn, nombrado como asesor de seguridad nacional, sorprendido con las manos en la masa del Kremlin. Incluso su antecesor, Barack Obama, ya había advertido a Trump que Flynn no era de fiar.
Debajo de esos altos niveles, los que todavía están en activo se preguntan cuál es la nueva misión del país, el más poderoso de la galaxia y del que depende la seguridad básica de medio planeta, ofrecido como pieza de captura de dictadores y asesinos.
La fachada más crucial de todo país para relacionarse con el resto del planeta, el Departamento de Estado, ha sido entregada a un respetable ejecutivo de una empresa petrolera (ExxonMobil) con más poder de decisión que la mitad de los Estados independientes.
Rex Tillerson se ha visto desbordado por la errática actuación de su jefe. Ni ha tenido la oportunidad de asignar un equipo para repartir funciones geográficas y de contenido. No se tienen noticias de nombramientos de embajadores de designación directa, a la espera consuetudinaria del reparto de recompensas según la contribución pecuniaria a la campaña de elección.
Los filtros ofrecidos hasta ahora muestran errores garrafales al designar personas que han cuestionado de raíz las excelencias de los posibles destinos, como es el caso escandaloso de Ted Malloch, proyectado embajador ante la Unión Europea (UE).
Se ignora si él es la fuente de la opinión de Trump sobre la UE, el experimento más importante de la historia de la cooperación interestatal. Agradablemente impresionado por el “brexit”, el presidente estadounidense se mostró surrealistamente esperanzado en que la huida de Londres provoque un efecto de dominó.
Así se esfumaría un estorbo para la megalómana ambición de Trump, quien también ha perdonado la vida a la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte). Ya solamente le quedaría forjar una alianza con el presidente ruso Vladimir Putin para dominar medio planeta.
Si la UE y la OTAN resultan prescindibles, peor les está yendo a otros esquemas de integración regional o de mera cooperación económica. Como aplicación práctica de su máxima favorable a la prioridad de “¡América, primero!”, entre sus víctimas inaugurales se cuenta el Acuerdo Transpacífico de Asociación para la Cooperación Económica (TPP, en inglés), un acuerdo de libre comercio que ya estaba firmado por una docena de países con el gobierno de Obama.
Para rematar el estado debilitado del otro experimento, el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (TTIP, e inglés) entre la UE y Estados Unidos, Trump está empeñado en la construcción de un muro en pleno Atlántico, para rematar su actualización de la Doctrina Monroe: “América, para los americanos”.
Estupefacto por el éxito razonable del Acuerdo de Libre Comercio con Canadá y México (mundialmente conocido como NAFTA), Trump ya lo ha calificado como un desastre, sin saber que fue plasmado por George Bush padre (1989-1993), reforzado por Bill Clinton (1993-2001) y George W. Bush hijo (2001-2009), y mantenido por Obama.
De momento, se ignora cómo van a reaccionar los propios países del Pacífico para rediseñar sus esquemas con la ausencia de Washington: China está observando. Igual especulación se observa en los posibles movimientos de los países latinoamericanos, entre reforzar sus propias alianzas o forjar nuevos lazos con Europa.
Bajo la inspiración de su comisario político Stephen Bannon, la silenciosa labor de su yerno Jared Kushner y su atractiva hija Ivanka, Trump incluso parece decidido a reducir sus relaciones con la prensa a sus mensajes electrónicos.
Su portavoz Sean Spicer no sirve más que para ser imitado en el popular programa televisivo Saturday Night Live. Nada tiene de extrañar, por lo tanto, que se haya llegado a un escenario donde la mentira se ha entronizado en el Despacho Oval, con tanta dureza como en la era de Richard Nixon (1969-1974), anterior a su caída por el caso Watergate.
¿De dónde viene todo este desaguisado, hasta el extremo de que un sector muy numeroso del “establishment” anhela suicidamente el fracaso del gobierno, contra el propio interés nacional? La llegada al poder de Trump ha sido posible por el colosal abismo que existe entre el notable nivel científico y académico del país y una mayoría desproporcionada de ciudadanos que lo ignoran todo: lenguas, geografía, historia, conceptos fundamentales de gobierno, visión del mundo.
Trump consiguió con su simple discurso capturar su voto, gracias a la campaña deleznable de Hillary Clinton que no conectó con los desempleados y los temerosos de su futuro, en un Estados Unidos a la deriva.