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Literatura

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8 de junio de 2010Por DiálogoLiteratura
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Las agujas de mi antiguo reloj de bolsillo marcaban las doce. Mis viejos pies rozaban el suelo de aquella fría sala, ubicada en el octavo piso de un viejo y tenebroso edificio en la calle Gascón. Repentinamente me encontré rodeado de mucha gente (casi ningún rostro conocido), pero entre toda la multitud logré verla a ella, tan radiante, bella y elegante como siempre. Sus setenta años simulaban veinte y su piel irradiaba rayos de luna.

Hacía cincuenta años que estaba enamorado de Amelia, siempre me gustó su frescura, su voz y su espíritu jovial. Aquel día la note callada, sin nada para decir, ¿Habrán sido las oscuras vestimentas de la muchedumbre que la rodeaba?. Las flores la debían alegrar, ¿Por qué no lograban hacerla sonreír?

Después de dar alrededor de unos veinte pasos, me detuve bruscamente, quizá fue el hecho de no saber que decirle, o tal vez ese fuerte dolor en el estómago (que a pesar de mis setenta y tres años no lograba controlar). Al detenerme, una fuerte sensación recorrió mi anciano cuerpo, la oscuridad y la tristeza que habitaban en esa sala eran de gran caudal, sus paredes parecían estar forradas con dolor humano, recuerdos de la infancia, sueños sin cumplir y lazos rotos sin respuestas a tiempo.

Decidí seguir caminando, el estar allí parado no me beneficiaba en nada, solo lograba ganarme el odio y fastidio de la gente, acumular frases desagradables para mis oídos y gritos, los cuales no disponía de ánimos de recibir. Paso a paso, muchos recuerdos revivían en mi memoria, desde aquel día que vi a Amelia en aquella milonga del abasto, ese tierno beso que solo logré robarle una vez, hasta el triste día que la vi casarse, en la parroquia Santa Rosa con Omar López.

Intentando asesinar ese pasado que me secuestraba violenta y forzosamente, continué caminando. Atravesando viento y marea, personas y llantos, dolor, gritos y emociones negras logré apreciarla en primer plano, quizá tan cercanamente como aquella vez que la besé en la esquina del café “Los Angelitos”. Su mirada ya no transmitía frescura, pero su rostro, de todas formas, lograba iluminar la sala. Ella no notó mi presencia. Por eso, es que decidí hablarle. Comencé diciéndole que la amaba, que era la dama más hermosa del mundo y a pesar de que su decisión no había sido querer compartir la vida conmigo, la iba a esperar toda la vida. Pero al oírme no erizó ninguna parte de su cuerpo. Fue entonces, que empecé a recitar versos de Alberto Girri (uno de sus poetas preferidos), pero su canosa cabellera no giró hacia mi lado y sus ojos grises no me endulzaron.

Grité y aullé durante treinta largos segundos, mis alaridos alcanzaron a romper un vidrio imaginario, asesinar a una niña invisible y hacer ladrar furiosamente a un perro, pero no conmovieron a Amelia.

Decepcionado, triste y sin fuerzas, decidí por sacudirla ferozmente, pegarle fuertes golpes en su rostro y llorar despiadadamente, pero no había reacción alguna. En ese instante comencé a notar que sus parpados estaban bajos, que su corazón ya no latía y su posición no era igual a la de todos nosotros. Ella estaba recostada en un cajón. Allí fue cuando recordé el por qué de mi saco negro y zapatos de vestir, Amelia había fallecido. Al darme cuenta que el lugar en el que estaba era una casa fúnebre, comencé a sofocarme, parecía haberse acabado el aire en el salón, las paredes estaban cada vez mas cerca de mi pecho comprimido y no lograba distinguir la figura de Amelia.

No supe cuanto tiempo transcurrió, tampoco le di demasiada importancia. Sólo me aturdía la idea de no volver a verla los días domingo, caminando con su tapado azul marino por las calles del barrio de San Telmo. Asimilé la idea de que ella había perdido la vida, pero no se me ocurría una buena forma de despedirme, quizá escribirle una carta y esconderla debajo de su cajón, tal vez besarla apasionadamente, o cantarle uno de esos tangos que tanto le gustaba escuchar cuando llegaba la noche, tal vez forrarle el cajón con hojas arrancadas de aquel libro de Oliverio Girondo que recitaba los lunes por la mañana.

Repentinamente, las agujas de mi reloj alemán sugirieron que era la hora de tomar una decisión. En ese momento, fue que recordé que mi vida sólo tenía sentido con Amelia. Simultáneamente, sobrevolaron en mi cabeza imágenes de mi madre, la cual me repetía todas las semanas el hecho de que existía vida después de la muerte y que allí todos nuestros sueños se harían realidad. Observé fijamente una ventana amplia y antigua, ubicada a diez pasos de la hermosa Amelia. Mi cabeza comenzó a elaborar miles de preguntas. “¿Para qué sufrir en vida la espera del reencuentro con mi amada?”, “¿Para qué llorarla desconsoladamente?”, “¿La solución estará en esa ventana, en esas alas que la vida no me dio?”.

Luego de unos minutos de atormentarme con cuestionamientos y sin ninguna respuesta concreta, sin pensarlo, peiné mi cabello, alisé mi traje y arrancando algunas flores de las coronas que la rodeaban, armando un gran ramo para Amelia, les pedí permiso a las palomas para que me cedan un lugar en aquella vieja cornisa del barrio de Almagro.

Para acceder al texto original puede visitar la
Revista Alrededores.





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SOBRE EL AUTOR

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Diálogo es la publicación oficial de la Universidad de Puerto Rico (UPR). Desde su fundación en 1986, ha servido de taller para los profesionales en formación que actualmente se desempeñan en otros medios dentro y fuera del País. Su plataforma virtual, contiene las versiones impresas desde el 2010 hasta mayo de 2014, mes en que el medio migró exclusivamente al formato digital.

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