Ya han pasado casi 11 años desde que, junto a mi padre, observé a aquel hombre enorme con uniforme azul dirigirse hacia mí en la línea de piquete. Macana en mano y siguiendo instrucciones de sus superiores, le abría paso a una guagua de rompehuelgas. Yo tenía 11 años y conocía muy poco por qué protestaban, estaba allí porque mi padre me llevó. Aunque todos los días veía al Gobernador Roselló en las noticias, no entendía lo que significaban los términos “privatización” o “venta” de alguna agencia de Gobierno. No obstante, vi cómo en mi casa nos afectamos. El hecho de que el principal sustento de mi hogar no pudiera trabajar y se mantuviera así por más de un mes, transformó todo mi mundo. Era ver a una persona hacer de tripas corazones para cuadrar el mes por creer en un ideal y defenderlo hasta lo último. Fueron largas noches de piquetes, pero mi padre y sus compañeros nunca dieron su brazo a torcer. Cada día que pasaba, las manifestaciones se tornaban numerosas y más violentas. Los edificios administrativos de la empresa, mejor conocidos como 1500 en la Ave. Roosevelt, se convirtieron en frentes de batalla sangrientos, donde puertorriqueños que veían a la Telefónica como un símbolo patrio, lucharon día a día para que no la vendieran. El Gobierno ya no sabía qué hacer con los huelguistas y los reprimía con fuerza sin compasión en todos los frentes de lucha. Esa empresa cincuentenaria con la cual dos generaciones de mi familia llevaron comida a su mesa, estaba al borde de ser vendida bajo precio de tasación a un conglomerado ajeno a nuestra idiosincrasia y lo que significaba la PRTC, mejor conocida como “la Telefónica”. Hoy, una década mas tarde, la historia parece repetirse. La atmósfera está cargada. Cualquier cosa podrá caldear los ánimos y reactivar la lucha de un pueblo…