¿Pena de muerte?
De igual modo, y en la medida en que el discurso de la infamia está complementado con el seguimiento a la noticia y la morbosidad con que se construye la narrativa de los hechos que provocaron la muerte de José Enrique, tiene otro sustrato que no debe olvidarse: la insistencia de la fiscalía federal y sectores de opinión fundamentalista del país en aplicar la pena de muerte en Puerto Rico. Ello guarda estrecha relación con los intentos por quebrar la cultura de la solidaridad que nos define. En ese sentido, la reiteración constante y morbosa de los hechos, sobre ese u otros crímenes similares, sobre los cuales la esfera federal reclame jurisdicción, está encaminado a crear la mentalidad entre los puertorriqueños y eventuales jurados para hacer de la pena capital un hecho consumado.
Por eso no es de extrañar planteamientos alusivos al referéndum del sí o no a la eliminación del derecho a la fianza. Unos han recriminado a los que se opusieron a la eliminación del derecho a la fianza haciéndoles cómplices del aumento en los índices de criminalidad. Otros, cónsonos con esa argumentación, lo plantean de manera sofisticada pero dirigido a ese mismo propósito. Tal es el caso, por ejemplo, de las expresiones que hiciera el director de Notiuno 630, Alex Delgado, al indicar en una carta publicada el 6 de diciembre de 2012 en El Vocero, que se “nos va la vida en este País y somos nosotros los responsables de no tomar acción”.
Dicha expresión, que transita del lamento ante un país azotado por expresiones de violencia criminal a la pesadumbre ocasionada por el “no tomar acción”, que el autor transfiere al “nosotros”, pretende provocar en el lector la noción de que solo acciones radicales como la pena de muerte o la portación de armas son necesarias para contener la ola criminal. Esto último, lo reafirma Magy Vargas, administradora de una armería al expresar en una entrevista que se le hiciera que si Gómez Saladín “hubiese tenido un arma de fuego, aún estaría vivo”.
En ese entramado discursivo, el contener la solidaridad como una de las expresiones de la cultura puertorriqueña en su praxis social intenta modificar la mentalidad de los puertorriqueños sobre el derecho a la vida y el rechazo a la pena capital de manera tal que se considere como una necesidad social esta última olvidando que el castigo y la pena de muerte en sí misma no es ni un disuasivo para los criminales ni muro de contención para la acción criminal. Ni tampoco lo es el incremento numérico de los efectivos policíacos nacionales o municipales y mucho menos la ampliación del intervencionismo de las agencias de seguridad federal en nuestro País.
Clave la educación para atajar la criminalidad
El fortalecimiento de la capacidad represiva del Estado y los programas de intervención como “golpe al crimen” o “dando en el punto” han fracasado. Si de veras se pretende atajar la ola criminal hay que comenzar por mejorar las condiciones de vida de los puertorriqueños creando las condiciones para hacer de la cultura del trabajo una realidad.
Para ello hace falta, no más y mejor armados policías en las calles, ni mayor intervencionismo del FBI en asuntos de justicia criminal en Puerto Rico. Se requiere ante todo un enfoque pedagógico y social.
Todo programa encaminado a reducir la ola criminal y lograr que crímenes como el de González Saladín y tantos otros no vuelvan a suceder tiene que comenzar por plantearse la transformación del sistema educativo como parte de un proyecto de país. No porque los maestros y maestras sean los responsables de la pérdida de valores entre nuestros jóvenes (como opinan algunos) sino porque la base fundamental para el desarrollo o crecimiento económico, social y cultural de cualquier país está en la formación de sus recursos humanos. Hasta tanto no se repiense y revolucione nuestro sistema público de enseñanza y se le considere la estructura fundamental para la transformación de Puerto Rico y los puertorriqueños cualquier programa de intervención resultará inadecuado y continuará prevaleciendo tanto la cultura del lamento entre los espectadores del problema y de la violencia injustificada e indiscriminada que pretende mantenernos en una especie de arresto domiciliario auto impuesto por el temor a estar en las calles.
Este enfoque no es novedoso. Desde hace un poco más de cinco siglos, Tomás Moro (1478-1535), en sus reflexiones sobre la utopía y una sociedad de equitativa convivencia social indicaba que la forma más efectiva para lograr evitar el crimen y las injusticias sociales estaba precisamente en la educación. En la conversación imaginada entre Rafael Hitlodeo (personaje creado por Moro para describir su República Utópica) y un Cardenal inglés, sobre el uso de la pena capital para castigar acciones criminales como el robo expresaba:
[…] esa pena, excesivamente severa y ajena a las costumbres públicas, es demasiado cruel para castigar los robos, pero no suficiente para reprimirlos, pues ni un simple hurto es tan gran crimen que deba pagarse con la vida ni existe castigo bastante eficaz para apartar del latrocinio a los que no tienen otro medio de
procurársele sustento. En esto, no sólo vosotros, sino buena parte de los humanos, parecéis imitar a esos malos maestros, que, mejor que enseñarlos, prefieren azotar a sus discípulos. Decrétanse contra el que roba graves y horrendos suplicios, cuando sería mucho mejor proporcionar a cada cual medios de vida y que nadie se viese en la cruel necesidad, primero de robar, y luego, en consecuencia, de perecer. (p. 50)
[…] consentir que los ciudadanos se eduquen pésimamente y que sus costumbres vayan corrompiéndose poco a poco desde sus más tiernos años para castigarlos cuando, ya hombres cometen delitos que desde su infancia se hacían esperar, ¿qué otra cosa es sino crear ladrones para luego castigarlos? (p. 55)
La proporción de efectivos medios de vida descansa en el trabajo manual o intelectual, pero para ello es condición indispensable un sistema educativo adecuado a las necesidades sociales y culturales de los puertorriqueños. He ahí la clave más importante para hacer de Puerto Rico un nuevo país.
El autor es maestro de historia. Fue Presidente de la Federación de Maestros de Puerto Rico del 2000 al 2003.