Por Carlos Antonio del Valle González, PhD, PPL
Una de las consecuencias que acompaña a impuestos como la crudita es que penaliza al consumidor, quien termina pagando un impuesto originalmente destinado al distribuidor o al mayorista.
El mayorista le pasa el costo al detallista, y este al consumidor. Recuerde que para el distribuidor de combustible, el impuesto resulta en un costo de producción. El distribuidor –para evitar aumentar sus costos de producción– le pasa el mismo al consumidor, a través de un aumento en el precio de venta de la gasolina.
El efecto en Puerto Rico a nivel microeconómico representa, para muchos negocios, un aumento en sus costos variables de producción. Para los hogares, en donde habitan trabajadores y estudiantes con necesidades de traslado diarias, es simplemente otra insoportable carga más, limitando el poder de compra del ciudadano.
Esto ocurre por la reducción relativa en el presupuesto personal –al dedicar parte del mismo a pagar el impuesto– haciendo que el presupuesto personal rinda menos. Encarece un bien necesario para el traslado, un bien de consumo necesario y de uso cotidiano para los habitantes de Puerto Rico, la gasolina.
No es un impuesto a un vicio o a un lujo. La gasolina es un bien complementario al automóvil, pues el mismo no funciona sin esta. Consecuentemente, mientras más usemos el automóvil, más pagamos. Esto sin contar con la inestabilidad de los precios del petróleo y la posible alza de su precio en un futuro cercano.
La realidad es que los habitantes de Puerto Rico somos prisioneros de un sistema unimodal de transporte; entiéndase, el automóvil privado. Somos como un público cautivo en El Choliseo en un juego o un concierto: sin opciones, teniendo que adquirir lo que allí se ofrezca, a precios que verdaderamente no responden a la utilidad o satisfacción obtenida por su consumo, los costos de producción del mismo y los márgenes éticos de ganancia. Este impuesto (o más bien imposición) significa aprovecharse de la necesidad de traslado de un pueblo, el cual ha sido llevado a esta situación sin necesariamente desearlo.
En Puerto Rico tenemos un sistema unimodal de transporte orientado al uso privado, con algunos esfuerzos muy limitados de otras alternativas. Esta dependencia al automóvil ha ocurrido por una serie de factores. En primer lugar, las interacciones de las fuerzas del mercado; segundo, la especulación sobre el valor futuro del terreno; tercero, los intereses creados de los que producen, distribuyen y venden automóviles, petróleo y gasolina; y cuarto, el proceso acelerado de urbanización que acompañó al proceso de industrialización de Puerto Rico (que resultó en un patrón de crecimiento mayormente suburbano y desparramado).
En quinto lugar –siguiendo la línea– la poca atención a los esfuerzos de planificación a través del tiempo o a la ausencia de un verdadero proceso de planificación de los sistemas de transporte; sexto, la falta de voluntad de los que toman decisiones; séptimo, el despilfarro de fondos públicos asociados a proyectos de infraestructura de transporte, y por todo lo anterior, la ausencia de alternativas de transporte integradas (multimodal e intermodal). Definitivamente, en Puerto Rico el patrón de crecimiento urbano, los usos del terreno y el desarrollo del sistema de transporte ha sido desordenado y desarticulado, por no decir incoherente.
San Juan, nuestra ciudad capital, posee dentro de su territorio alternativas de transporte multimodal muy limitadas. Sobre las alternativas de transporte colectivo masivo, el Tren Urbano desde su inicio está incompleto, Metrobús se queda corto, la AMA –si es que hay autobuses en condiciones– compite con el tapón, y el Acuaexpreso no siempre funciona.
El traslado a pie o peatonal en muchos sectores es inconexo, peligroso y deprimente. Las barreras al peatón son innumerables. Muchas aceras están destruidas o incompletas, y por supuesto, el peatón compite con el conductor irresponsable que utiliza la acera de estacionamiento, interrumpiendo el flujo peatonal y la accesibilidad.
La falta de iluminación en algunos lugares hace que aumente la propensión a los accidentes, asaltos o violaciones. Algunos bloques o cuadras en los centros urbanos son demasiado largos, dificultando la circulación peatonal y alargando pequeñas distancias. También existen largos tramos de aceras sin oportunidad de guarecerse de la lluvia o el sol, con poca o ninguna vegetación urbana.
Los carriles de bicicleta, si es que existen, son inconexos y poco seguros. Ni hablar de las barreras a personas con necesidades especiales o algún tipo de discapacidad. Las tarifas de los taxis están por las nubes y aumentan según aumenta el combustible. Las líneas de carros públicos no son confiables en términos de su disponibilidad y frecuencia –y al igual que los taxis y la AMA– compiten con el tapón.
Definitivamente –y sin que quede otro remedio– el automóvil es el medio de transporte de una inmensa mayoría de puertorriqueños hoy, y por lo que se perfila,m durante mucho tiempo más.
La dependencia al automóvil privado ha resultado en carriles altamente congestionados, prácticamente intransitables en horas pico. Se ha agotado la capacidad de expansión de gran parte de las carreteras, eliminando en muchos casos isletas, árboles y aceras, haciendo de estas vías cada vez más peligrosas tanto al conductor como al peatón.
De haber más expansión de las vías públicas, esto pudiera resultar en costos políticos por expropiaciones indeseadas, atentando contra vecindarios, sus habitantes y usuarios de espacios y terrenos aledaños a las vías. Y, para colmo, si usted logra llegar a su destino, es muy posible que no consiga estacionamiento –o si lo consigue– tiene un precio o tarifa altísima.
El problema de estacionamiento es tal, que algunos vecindarios antes abiertos han optado por el control de acceso para que sus habitantes puedan entrar a sus marquesinas al llegar a sus casas luego del trabajo. La pérdida de tiempo asociado a la congestión vehicular y a la búsqueda de estacionamiento nos hace llegar tarde, trayendo consigo costos de oportunidad o sacrificios relacionados al uso del tiempo, ya sea para ocio, descanso o trabajo. Y por supuesto, es por la dependencia al automóvil que en gran medida nuestras ciudades “siempre” están sucias.
La realidad es peor para el resto del país. Si en San Juan es triste la situación de las alternativas de transporte y se dificulta el traslado, imagínese en otras ciudades centrales como Ponce o Mayagüez, que a nivel regional se comportan como pequeñas capitales (especialmente Mayagüez, por ser geográficamente más distante a San Juan). Ambas son ejemplos de ciudades exportadoras de ingreso, que brindan dentro de su territorio servicios diarios a su periferia o ‘pueblos dormitorio’. Por pueblos dormitorio me refiero a los pueblos cercanos de donde sus habitantes se trasladan a estudiar, trabajar, comprar o recibir servicios diariamente a una ciudad central, aumentando el flujo y la congestión en horas pico entre la periferia y el centro, y dentro de la ciudad central.
Los esfuerzos de establecer trolebuses municipales, aunque encomiables, se quedan cortos y compiten con el tapón. Los taxis, de haber disponibles, son demasiado caros y de horarios limitados. En municipios pequeños, otro tipo de sistemas de transporte fuera del automóvil privado son prácticamente inexistentes. La movilidad y el traslado de los habitantes de Puerto Rico dependen del uso intenso del automóvil privado. Punto.
Debemos reflexionar sobre el hecho de que, en un lugar tan propenso al uso del automóvil privado como Puerto Rico, no nos hubiéramos movido al diésel hace años. Un motor diesel prende hasta con aceite de cocinar, y el rendimiento es mucho mayor que el de gasolina. Hay quien se queja de que el biodiesel huele a papas fritas. Prefiero ese olor a papas fritas que el de la combustión de gasolina. Supongo que esto es resultado en gran medida por la relación colonial con Estados Unidos, donde también el uso de la gasolina sobre el diésel es la orden del día (recuerden que para muchas cosas, somos un mercado cautivo de EE.UU.).
El oportunismo político del gobierno, en este caso, es que se aprovecha de una necesidad, pues guiar un automóvil en Puerto Rico no es un lujo. Lujo puede ser el tipo de vehículo que uses, o la cantidad de vehículos que tengas, pero es innegable que para poder llegar un adulto a su destino, con las condiciones actuales necesitamos al menos un automóvil por adulto. Esto a menos que se viva cerca del trabajo, lo cual no es una realidad para muchos puertorriqueños por razones evidentes, como el valor elevado de la tierra y la propiedad en los centros de trabajo.
Tristemente nos han metido en la cabeza que el transporte colectivo es para pobres y sirvientes. La verdad es que las alternativas de transporte son para todos. ¿Ha visitado New York, Boston, Denver o muchas otras ciudades en Estados Unidos? ¿O Amsterdam, Londres, París, Frankfurt o cualquier otro lugar en Europa? ¿O Buenos Aires o Curitiba en América del Sur? La mayoría de los centros urbanos atractivos para residir, trabajar o visitar tiene algún sistema de transporte colectivo –ya sea trolebús, autobuses o trenes– para el traslado del residente, el visitante y del turista. Por supuesto, hay sistemas más eficientes que otros (y otros más efectivos, que no es lo mismo ni se escribe igual).
Nuestro territorio era originalmente un jardín tropical, lugar idóneo, fértil y lógico para el diseño e implementación de iniciativas de Ciudad Jardín. ¿Dónde nos perdimos en el camino? Sin ánimo de ser exhaustivo y solamente mencionando algunas posibilidades, pudiéramos movernos a otras tecnologías de transporte, y a otras alternativas de combustible para el automóvil privado.
Debemos explorar alternativas no tradicionales de producción y financiamiento, como el cooperativismo, y pensar en alternativas de transporte con menores costos de construcción, operación y mantenimiento, que a su vez sean atractivas al ciudadano y al turista y que aporten al paisaje, la estética, la salud y la calidad de vida. El diseño de estas alternativas debe ser minimalista, funcional e integrado al entorno urbano. Las paradas de tren son paradas y no monumentos. Aprendamos de los errores del Tren Urbano.
No podemos hablar de desincentivar, encarecer o penalizar el uso del automóvil si no existen o no se proveen alternativas reales de traslado. ¿Qué deseamos: un país sin servicios de transporte o un país con sistemas de transporte que valgan la pena? Supongo que de cara al futuro, la elección es nuestra. Existen los medios y la tecnología, pero definitivamente no la voluntad –al menos no aún– en una mayoría.
El autor es planificador y catedrático auxiliar del Departamento de Economía del Recinto Universitario de Mayagüez.