Recientemente, fui a Cuba por una semana en franca búsqueda de un modelo de vida más igualitario y solidario que el que tenemos en Puerto Rico. Cuando hay un abismo grande y creciente entre los pocos ricos, una clase media cada vez más apretada y una gran masa de gente pobre tratando de sobrevivir y dependiente del “mantengo”, como es el caso aquí, la solidaridad social se derrumba por la percepción que tienen las personas de la gran diferencia que existe entre ellos de acuerdo al acceso a bienes y servicios, oportunidades y poder. A través de los siglos, notables pensadores occidentales como Tomás Moro, Juan Jacobo Rousseau y Carlos Marx han recabado cuán esencial es la igualdad para una buena sociedad y han rechazado un fatalismo que atribuiría la desigualdad a Dios o la naturaleza. Ven la desigualdad como una construcción humana. De hecho, las revoluciones francesas, rusas y cubanas, en sus fases más radicales, han tratado de concretizar la igualdad a través de una ingeniería social. Tristemente, cada una de estas revoluciones resultó en una pérdida de libertad, ese otro gran ideal de nuestra cultura. Ya yo estaba consciente de ese déficit de libertad antes de visitar a nuestro país hermano, pero quería experimentar su Revolución igualitaria a primera mano. Mis primeras impresiones al llegar a Cuba no tuvieron que ver con la dialéctica entre igualdad y libertad que me intriga, sino con la ambigüedad del desarrollo. Cuba es una máquina del tiempo que te transporta 50 años atrás, y que te puede provocar una nostalgia por una vida más simple. Claro, esta sencillez tiene doble cara: por un lado, la vida diaria de los cubanos carece de las comodidades que para nosotros ya son necesidades, desde aire acondicionados hasta cepillos de dientes, pero por otro, tampoco sufren de los desaciertos de nuestro “progreso” desenfrenado, como los tapones y el desparrame urbano.
Tan pronto pones pie en el aeropuerto José Martí, te impacta la falta de modernización. El edificio es pequeño, como en los primeros tiempos del aeropuerto Luis Muñoz Marín, y hay poco movimiento de salida y llegada de aviones. Saliendo del aeropuerto, me asombré de ver ropa guindando de los balcones de fastuosos inmuebles, un despliegue que sería mal visto aquí. Entrando a La Habana con nuestro grupo del Fondo de Mejoramiento, me percaté de una gran ciudad congelada en el tiempo por falta de construcción nueva; de cerca, los inmuebles se ven viejos y deteriorados, algunos incluso derrumbados, delatando décadas sin mantenimiento. En las calles, hay pocos carros y entre éstos, algunos rusos y bastantes reliquias estadounidenses de los años 50. Esa falta de desarrollo puede tener sus ventajas. Sin carros, la gente camina, que no es malo para la salud. Además, se aprecian más los placeres simples de la vida. Camino hacia el este, rumbo a Matanzas por la carretera nacional costera, ningún “billboard” obstruye la vista de los campos agrícolas y bosques; no agreden los ojos centros comerciales inundando los valles ni urbanizaciones trepando las colinas; ninguna casa ni desarrollo turístico se interpone entre ti y el mar. Por las tardes y las noches, las personas acuden por montones al malecón de La Habana que corre por unas millas al borde del mar: parejas de amantes, grupos de tertuliantes o personas solas y soñadoras.
Como indiqué, visité a Cuba no por nostalgia de un pasado desaparecido sino por la ilusión de un futuro más igualitario y justo. Y, de hecho, tras 50 años de la Revolución el hilo dorado de la igualdad brilla en el tejido social del país. Llegado a nuestro hotel en la vieja Habana, el antiguo pero recién restaurado Hotel Telégrafo, salí al balcón del cuarto. En el balcón de una mansión casi al lado, vi a una familia, negra por cierto, disfrutando de la brisa de la tarde. Ni me miraron. Estas observaciones muestran cómo la Cuba revolucionaria no sólo afirma el derecho humano de tener una vivienda sino que ha actuado para que todos tengan una. El gobierno entregó gratis los apartamentos y las casas de los dueños que huyeron de la Revolución a las personas que necesitaban alojamiento. También libres de costo y disponibles para todos son otras necesidades fundamentales de la vida, como lo son el cuido médico y la educación. No tuvimos experiencia directa de estos dos servicios públicos, pero su calidad ha sido reconocida incluso por opositores de la Revolución. Si alguien de nuestro grupo hubiese caído enfermo, como extranjero hubiese tenido que pagar algo por su cuido, pero el cubano no paga nada. Caminando por la calle Obispo en el corazón de la vieja ciudad entre una multitud de peatones, me llamaron la atención unos salones de escuela primaria abiertos a la calle, pequeños pero llenos de niños animados, tanto negros como blancos. Por otro lado, aunque en Cuba la comida, esa otra necesidad de la vida, no es gratis, el gobierno asegura a todos una “canasta de alimentos” mensual a muy bajo costo (tal vez 10 pesos cubanos) que incluye alimentos considerados básicos: algo de pollo, aceite, frijoles, leche, arroz y azúcar. Cenamos mi esposa y yo en dos ocasiones con familias cubanas que pudimos conocer a través de contactos en Puerto Rico. En ambas familias comimos muy bien, incluyendo “carne de puerco”, aunque no sabemos a base de qué sacrificios. La igualdad también se refleja en los salarios que son fijados por el estado, que es el único patrono. Son mínimos, pero un médico no gana más que un taxista. En otras palabras, las diferencias en materia de educación y profesión y productividad no producen una desigualdad en ingreso. Pero esta igualdad de salario ha causado cierta fuga de profesionales del país, mientras que otros dejan su profesión para trabajar en la industria turística donde tienen acceso al dinero extranjero (euros, dólares) o los CUC (moneda cubana intercambiable) con alto poder de compra comparado con el peso cubano (25 pesos por dólar cuando estuvimos allá). Al final de nuestra visita, nuestro grupo hizo una colecta en dólares y CUC como propina para nuestro guía y chófer cubanos, una cantidad para cada uno por una semana de trabajo que resultó ser el equivalente de meses del sueldo cubano. Después del viaje de sólo una semana, no presumo saber a qué punto los cubanos hayan internalizado el ideal de la igualdad ni si la igualdad ha creado mayor solidaridad entre ellos. Pero algo tiene que habérseles pegado después de 50 años de la Revolución. En todo caso, si bien me fascina el audaz experimento cubano con la igualdad, me preocupa la visible falta de la libertad, ese otro gran ideal occidental. A nosotros los criados en Occidente, las libertades personales, políticas, religiosas y económicas nos parecen esenciales para la autorrealización de la persona, y el control y cambio del gobierno por el pueblo y la creatividad empresarial necesaria para el progreso económico. Si el deseo de la libertad en sus distintas dimensiones es tan parte de nosotros como seres sociales como lo es el anhelo de la igualdad, me pregunto si la carencia de la misma en Cuba no ha socavado hasta cierto punto la misma Revolución. ¿Por qué seguir creyendo en la igualdad, ese pilar de la Revolución, si por ello hay que sacrificar buena parte de la libertad personal? ¿No se estanca y se burocratiza un proceso revolucionario cuando no se le puede criticar libremente? ¿No se frena el desarrollo económico de un país que depende de la iniciativa y la productividad de su gente cuando se les cortan las alas a los pequeños empresarios? Cuando toda necesidad básica está cubierta por el Estado, ¿no podría esta dependencia del gobierno producir vividores y vagos?
Además, ¿pudo en Cuba haberse desarrollado una sociedad a la vez plenamente igualitaria y también plenamente libre? Ciertamente lo dificultó desde un principio la feroz hostilidad de Estados Unidos a esta revolución en su “patio caribeño”. Por lo sucedido en Estados Unidos después del ataque de 9/11, sabemos que las amenazas externas a la seguridad de una nación causan un clima de miedo y suspicacia que puede hacer que el gobierno termine achicando las libertades de los ciudadanos. Cuba, un país pequeño, ha tenido que enfrentar una invasión, innumerables intentos de asesinar su líder máximo y un embargo permanente por la cercana súper potencia. La posición de Fidel luce extrema; cuando hace de la igualdad un absoluto, el concepto de la libertad pierde significado y valor. Fidel Castro adoptó desde temprano una posición rígida: “Con la Revolución todo, contra la Revolución, nada.” Su hermano Raúl, ahora presidente del país, parece tener una visión más práctica que ideológica, y ha ido soltando controles menores. Bajo su liderato parece probable que se vaya aumentando poco a poco la libertad personal pero también la desigualdad, procesos que se acelerarán cuando Estados Unidos bajo la presidencia de Barack Obama vaya abriendo brechas con Cuba. Si falta la libertad va a surgir la desconfianza, el miedo, el conflicto entre las personas, los grupos, y el gobierno; asimismo, si no hay igualdad también va a ocurrir la desconfianza, el miedo, el conflicto entre las personas, las clases sociales y el gobierno (influido o controlado por los sectores más pudientes). En ambas situaciones, no hay solidaridad, que requiere transparencia, confianza mutua y paz social. Es posible que los idealistas tengamos que transar por una sociedad como la sueca, que ha erradicado la pobreza al proveer extensos beneficios y servicios a todos a pesar de que sigue la desigualdad; mientras que ha mantenido la libertad aunque a costa de impuestos entre los más altos del mundo y cierta vagancia y pérdida de productividad.