En la columna anterior analizamos la rescritura del personaje del paradigmático detective Sherlock Holmes en la serie House, que se convirtió en uno de los mejores hits televisivos en los últimos años de esta primera década del siglo. Ese análisis lo hicimos partiendo del concepto decimonónico del detective y de cómo esta construcción literaria se ha ido modificando. Tal vez gran parte de la fascinación detectivesca radicaba en que siempre de algún modo estábamos ante un proceso metaliterario. Esto debido a que en la pieza literaria en la que el detective era un personaje a su vez se tejía otra narrativa, la que el detective iba creando como un hacedor de posibles historias conforme analizaba las pistas que recopilaba.
A pesar de la proliferación actual de series y realities de corte que podríamos denominar detectivesco, lo cierto es que aquel primer concepto del detective, tanto en el contexto literario como en el cotidiano afán investigativo de las autoridades de ley y orden, se ha transformado.
Primero vimos cómo se perdía el gran Sherlock y la televisión se afanaba en darle algún glamour al personaje del detective. En los infames 80 nos tocó ver cómo su extraordinaria inteligencia y capacidad deductiva fue sustituida por una camisa playera puesta sobre el presunto cuerpazo de Magnum (el detective privado -1980-88) o bajo el jacket negro tipo motociclista de Knight Rider (1982-86). A finales de los 80 y principios de los 90 el agente secreto MacGyver (1985-92) rescató algo del importante elemento de inteligencia y ciencia que se le atribuía al detective y casi dio por culminado el dichoso gusto por los detectives o agentes retirados que siguen sirviendo al plan maestro del gobierno después de la Guerra Fría.
Es precisamente a partir de los 90, que el surgimiento de nuevas tecnologías y el avance del estudio biológico que terminó por aportar desde la sofisticación de los análisis de huellas hasta el estudio de fluidos y los trazos químicos que pululan en cada escena de crimen, que el detective resulta desplazado del rol protagónico que tuvo en la literatura y en la resolución de crímenes reales. Así pasó de ser el cheche de la llanura a ser un recolector de datos y evidencias.
Posteriormente se fueron definiendo más las destrezas y capacidades y surge la figura del forense. Una combinación nueva entre el científico y el detective. Este nuevo personaje salió del laboratorio para la escena del crimen, se convirtió en el observador, recopilador e intérprete de datos empíricos. Entonces el detective regresó a sus entrevistas, a su libreta y las computadoras. Se sofisticó como cazador, pero ahora, siguiendo otras pistas.
La realidad es que los hechos son irrecuperables, ocurren y mueren en el tiempo. El detective buscaba rescatar lo irrecuperable, el instante que no vuelve, el momento “x” en el que cambió la historia, y para eso debía descifrar la historia que precedía al instante que era su objeto de estudio. Así el detective en sí mismo era un literato, un constructor de historias, un hacedor de relatos posibles a partir de supuestas observaciones que no eran recopiladas o consignadas de forma irrefutable. Con las huellas, el ADN y toda la tecnología que la ciencia puso al alcance, el forense se convirtió en el nuevo macho alfa de la trama. Discovery lo supo, y los llamó en sus series de tipo documental “Los nuevos detectives”. Este resultado ha sido el caldo de cultivo para la nueva y epidémica cepa de series “detectivescas”. Por oposición binaria, aquellos sujetos deductivos e ingeniosos se habían convertido en los viejos, decrépitos y superados detectives.
Las deducciones analíticas se acabaron para dar paso al microscopio. Se acabaron los relatos de lo que la gente creyó ver o escuchar para dar paso a la invisible muestra de saliva, lágrimas, sangre, semen o quién sabe qué. Igual ha cambiado el juego para el lector o en este caso, el televidente. Ya no hay que descifrar conductas, sospechar por la indiscreción de un objeto o una mirada, ahora hay que estar pendiente de si se quedó atrapado un insecto en la parrilla del auto en el que viajaba aquel personaje al que ni siquiera le vimos bien la cara porque andábamos fijándonos en sus residuos corporales. Del striptease de los hechos y los relatos pasamos a la absoluta pornografía de la transparencia delatadora del ADN.
Y como era de esperar, esta nueva locura detectivesca solo podía llevar a dos vías: hacia la nostalgia que busca rescatar lo sublime del original o hacia la caricaturización de este. Ambos fenómenos han ocurrido. Por su parte, los ingleses decidieron ir tras la nostalgia del sublime Sherlock (2010 -4 nominaciones Emmy) y anacrónicamente se han tirado la maroma de hacer una readaptación de las aventuras originales. Este Sherlock, que coexiste con las tecnologías del presente disponibles en el ultramoderno Londres, conserva los rasgos y las técnicas deductivas del detective originario.
La miniserie cuenta con toda la chulería que el público consumidor de esta avalancha de producciones de la pantalla chica puede desear, pero subraya el encanto del estilo literario de su referente. Aunque no se cuenta entre los titanes del mercado, que bien puede deberse a un defecto en el gusto de la masa o a una limitada difusión y no a faltas de producción ni de confección de la readaptación, es una prometedora obra televisiva que se regodea en los más jugosos detalles y características del personaje literario y los potencia con nuevos recursos técnicos que tienen a la mano tanto el personaje como los productores de la serie.
Por otra parte, en el terreno USA, optaron por la comedia y la pusieron en la China con Monk (2002-09 –múltiples nominaciones Emmy y Globos de Oro-), una versión caricaturesca de Sherlock. Ya venida a menos la imagen tradicional del detective, se da paso a la construcción de uno que padece un desorden obsesivo compulsivo a raíz del trauma de la viudez. Así vemos a un sujeto con las capacidades deductivas del gran Sherlock pero que anda trastocando las escenas del crimen dejándose llevar por su patológica obsesión por el orden. Como si se tratara de un superhéroe que pierde sus poderosas facultades, Monk tendrá problemas para manejar escenas del crimen que requieran que se enfrente a su manía con las alturas, los gérmenes y otras tantas compulsiones.
En esta versión caricaturesca, lo que sería el binomio Sherlock-Watson, se traduce a Monk y su enfermera (Sharona), especie de tutora de la que no puede despegarse y sin la cual no llegaría a la feliz resolución de los casos. Así que no solo Sherlock ha padecido la caída, sino también su inseparable contertulio Watson se ha “degradado” hasta convertirse en una especie de muleta sobre la que el detective venido a menos recarga su ya un tanto impertinente función.
Tal parece que la evolución científica y cinematográfica han sido cómplices de la estocada al personaje del detective, pero a su vez este parece haber resultado tan poderoso que se ha resistido a morir y ha optado por metamorfosearse, ya sea para actualizar su pertinencia o para mostrarse como un sujeto anacrónico, algo torpe y venido a menos, que desde los harapos de la patología obsesiva sigue reclamando el espacio del análisis deductivo y complejo que alguna vez le dio vida a uno de los estereotipos más sólidos de la literatura moderna.
La autora es periodista de cultura.