El escritor G.K. Chesterton expresó alguna vez que no había duda de que el amor nos transfigura y nos tortura, destrozándonos con la misma belleza y fuerza que lo puede hacer la música. Es esto lo que uno va observando en la recién premiada novela de Eduardo Lalo, Simone. Hay un yo narrador errando que pronto se ve obligado a moverse en direcciones erráticas, a veces desesperadas, tan pronto ese otro personaje misterioso entra en contacto con los márgenes de su existencia, dejando notas firmadas por Simone. Es así como vemos al yo narrador mutarse, entrar en una perturbación de la que no puede zafarse, ni siquiera cuando da con el autor de las pistas. Es así como, de un “nada pasa”, el yo narrador, pasa a existir, a ser biografía que se nos desvela.
En el ensayo Las cinco extremidades, Eduardo Lalo dice: “Es en el punto en que nos clava la desgracia, que se puede tener la oportunidad de hallar lo que hace la palabra. Es aquí que se descubre su capacidad de conmoción, es decir, su capacidad de movimiento y emoción compartidas”. Precisamente, esto es lo que se va a ver en todas las páginas de Simone, un yo clavado por la desgracia, pero no una desgracia que se deja ver como un clamor resonante, sino una desgracia callada y retraída en una abrasadora agonía enjaulada en los suburbios de una ciudad de la que no puede y no quiere salir, que se limita a escribir porque, como lo plantea de inicio, no le queda otra opción. El yo admitirá que sólo por vías de ese ejercicio de escribir ha dado con el antídoto: “A veces, he conocido algo parecido a la gracia”. Hay que advertir que la lectura también lo salva de su desgraciada e inútil existencia: en el arranque de la narración, aparecen varias citas de Gabriel Zaid.
Ser desgraciado, como la misma palabra lo sugiere, es andar descaecido de gracia, de holgura y sentido. Este “desgraciado” yo narrador declara: “No sé lo que pasará mañana. No sé lo que escribiré después. Tengo toda la escritura por delante". Así, el tema de la escritura queda consignado a lo que la arbitrariedad de la vida imponga, a ese falaz consuelo: “Tienes toda una vida por delante”, del que el yo narrador se burla sutilmente con ironía en esa última oración. Fríamente visto: nadie, en este mundo, tiene toda una vida por delante, y si bien la vida nos va dando los temas, le tocará a cada quién decidir en qué convertir esos temas (o esos golpes como Vallejo lo observó).
“¿A dónde llegará una novela?”, esa pregunta siempre está, pero no se exterioriza; esa pregunta empieza a agigantarse en ese punto en el que no podemos deshacernos de un libro hasta que no lo acabemos. ¿A dónde llegará? No lo sabemos a primera mano, como no sabemos qué pretende Anna Karenina cuando considera los tranvías. Pero desde luego podemos sentir ese final, aún a millas de estar muy cerca del mismo. Sí, llega un punto en el que comenzamos a percibir el principio de los vientos que empiezan a barrer a Macondo de la memoria de la tierra; esa lasitud que se va acumulando a través de las páginas de una novela y que, quietamente o no tan quietamente, nos va diciendo hacia dónde va corriendo el desborde de dolor o de felicidad.
Creo que fue en esta cita en donde supe hacia dónde iba el doloroso yo narrador:
“El amor era, lo comprobaba en esa playa, el intento imposible y fallido de proteger a alguien de su biografía”.
Fue en este punto de lectura, en donde la “conmoción” de la palabra me lavó todas las sensibilidades, porque de pronto, aunque faltaba una multitud de páginas por leer, ya empecé a presentir el acabose, la hora fatal, el momento en el que uno se replegará con ese otro de papel con el que he estado sintiendo una inevitable empatía. Es ese instante en el que se quiere salvar a esa existencia que nos ha estado hablando desde las primeras páginas y no se puede, porque todo corre –como la vida– hacia un destino en el que no podemos intervenir y que ya ha sido (como los pergaminos que descifra el último descendiente de los Buendía) escrito de una vez y para siempre, en contra de nuestros gritos y de nuestros deseos.
Ahí está la fuerza arrolladora de un buen libro: en que podemos, al adentrarnos en él, amar una otredad que camina sin oírnos, sin saber que estamos, al otro lado, sufriendo su caminar gris y sus más frívolas cavilaciones. Esa experiencia, creo yo, es lo que justifica la existencia de un libro: que al final, nos deje allí, en la última página, con ese sentimiento de despedida u orfandad que, en algún modo, nos transfigura quizá para toda la vida, aunque mucho tiempo después no nos quede casi nada en la memoria de cómo vimos llorar y sufrir a ese o esos personajes, que nos concedieron un instante de gracia. De gracia, es decir: de holgura, de sentido, de viveza y conmoción. Como Gabriela Mistral bien lo dijo alguna vez, reflexionando sobre la lectura y los libros: “Sirviese la lectura solamente para colmar este hondón del fastidio, y ya habría cumplido su encargo”.
De este modo, la lectura de un libro (como todo eso que podemos acumular en una libreta que no pretende dejarse leer) puede convertirse en el antídoto para nuestra desgracia, y por eso mismo, durante años los autores han sido esos “amigos invisibles”, como los describió el eterno Borges, que nos ayudan a sobrellevar el abigarrado peso de la existencia. Por todo, le expreso mi más hondo agradecimiento a Eduardo Lalo, por habernos legado esta novela.
El autor es estudiante subgraduado de la Universidad de Puerto Rico y parte del grupo de colaboradores permanentes de Diálogo Digital.