“Porque en verdad os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, no se perderá ni la letra más pequeña, ni una tilde de la ley hasta que toda se cumpla”.
Mateo 5:18
Ha muerto, físicamente, un pensador que ha tenido para mí una significación muy importante. De la misma manera que Foucault en un momento me sirvió de ayuda para por fin reconocer que no estaba enamorado del poder, René Girard me hizo inteligible lo que significa verdaderamente convertirse.
Convertirse no es cambiarse de bando, es renunciar a la seductora efervescencia expiatoria del protagonismo histórico. Esa renuncia nunca es el resultado de una virtud sino de una debilidad, porque convertirse es cansarse de la violencia, no cambiar una por otra. La violencia no es solo la práctica destructora de cuerpos, sino las complicidades acusatorias y las rivalidades consensuales que mantienen una paz despótica donde esa posibilidad, la de nuestra destrucción física, nos hechiza.
Esa paz —como lo fue la del Imperio Romano, o la de cualquier Leviatán— está fundada sobre la amenaza permanente de las más grandes violencias, aquellas que están “justificadas”. Decía Girard: “la irrupción de la verdad destruye la armonía social fundada sobre la mentira de las unanimidades violentas”.
La prensa francesa, como es inevitable, “remarcan” de Girard su cristianismo, y algunos —por orgullo o por disgusto— reclaman su supuesto “derechismo”. Pero Girard insistía monomaniacamente que las rivalidades, las envidias y la violencia no son solo el resultado de una determinación antropológica de la especie, sino el resultado de injusticias que no resultaban visibles. Lo que sí argumentó es que no fueron los emancipadores modernos, ni los profetas del socialismo, los primeros en verlo.
De la misma manera que la ruta antigua de los hombres perversos existe escondida desde el principio de los tiempos, videntes, profetas, poetas y víctimas que lograron ver lo que los mitos encubridores escondían nos revelaron hace mucho tiempo verdades que algunos de los “grandes” de las ciencias humanas nos han dicho en un lenguaje más aceptable para nuestra escéptica y a veces cínica mirada. No solo Sylvain Lévi, Marcel Mauss, y otros antropólogos que aún miramos con ambivalencia, sino también el autor anónimo del libro de Job, Sófocles y Eurípides, Platón en su Apología, los autores de los evangelios, Shakespeare, Proust, Dostoievski y Clausewitz, de alguna manera revelaron el carácter humano de este teatro de la envidia que es la vida.
En su último trabajo relevante, alejándose de la religión como método de ejemplificación, Girard señala al general prusiano Clausewitz como la medida mínima a la que deberíamos llegar para entender la urgencia de romper con el tabú, de un supuesto nuevo orden, que solo encubre el hecho de que la violencia mimética ha hecho metástasis en el mundo, diseminando un modelo de la guerra que no es ya la continuación de la política por otros medios, sino la total renuncia a ella.
Países totalmente destruidos, invasiones condonadas en tanto sean de “nuestro” bando ideológico (otro mito encubridor), migraciones masivas no vistas desde hace tiempo, y otros signos, no logran aún hacernos ver que se acerca un fin de los tiempos como los hemos conocido hasta ahora, porque las categorías que contamos para entender este mundo están presas todavía en la lógica del teatro de la rivalidad.
Girard, por insistir en ese argumento, dejó una marca en algunos, pero no ha servido a los que quieren aparecer en escena como héroes del bando correcto. Su visión no resulta seductora porque solo aquello que nos hace visibles alimenta nuestro deseo mimético. Pero sin duda, algo tenía su verbo que no podrá ser borrado, como a pesar de los usos funestos que los hombres perversos dieron a los evangelios y las obras de los profetas del socialismo no han podido cambiar ni una letra de sus textos, porque para ello hubiesen tenido que cambiar el mundo entero, y eso no ha sido logrado todavía.
El autor es profesor en el Departamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.