Voy amarrada a un total desconocido con solo un arnés a 10,000 pies sobre la tierra, voy cayendo a unas 120 millas por hora, aproximadamente. No siento mi cara. Veo todo y nada a la vez. El viento, frío y agudo choca contra todas mis extremidades recordándome que aún estoy viva. Un fuerte soplido crea un coro en mis oídos, de esos que se escuchan en los momentos gloriosos de las películas. Estoy en las nubes… literalmente.
Consciente de que me están grabando, intento ocultar mi miedo con una sonrisa. “Vas a tener este vídeo de recuerdo por el resto de tu vida”, repito en mi mente y sonrío.
Paso unos 30 a 40 segundos así cuando de repente, siento un fuerte halón. Miro hacia arriba y veo el paracaídas abriéndose. “Oh my God!”, exclamo. De tanto enfocarme en sonreír para lucir bien en el vídeo, en mirar hacia enfrente para apreciar la vista, y en acomodar mi cuerpo según me había especificado el instructor para evitar lastimarme, olvidé abrir el paracaídas al recibir la señal. De hecho, ni siquiera me percaté de la señal. No obstante, aquí estoy: viva, segura y menos asustada.
Acto seguido, el instructor me pregunta si alguna vez he manejado un paracaídas. “Claro que no”, respondo. “Pues coloca tus manos donde tengo las mías y sujeta bien los mangos”, me dice. Coloco mis manos en los mangos, él procede a remover sus manos y riéndose me dice: “ahora puedes decir que sí, estás manejando el paracaídas”. Casi se me salen los ojos de la cara al darme cuenta de que si soltaba los mangos perderíamos el control. Aún no lo creo.
Van pasando los minutos y lo que me queda de temor se va convirtiendo en plena felicidad. Por fin puedo apreciar el paisaje de mi Isla, sin restricción alguna. ¡Qué obra de arte más hermosa! ¡Esto sí es vida!
Converso con el instructor mientras nos vamos acercando a la tierra y logro identificar a mis padres, quienes me esperan en el área de aterrizaje con ansias de conocer mi reacción. Habiendo sido testigo de todos mis temores por casi 23 años, no se podían perder un segundo de este acontecimiento. Después de tanto repetirles que jamás arriesgaría mi vida tirándome en paracaídas, aquí estoy.
Mientras observo todo el resplandor de mi querida Isla, me siento extasiada de la belleza que me rodea y de la sensación de estar a punto de llegar a tierra. De repente, escucho a mi instructor que me dice: “levanta las piernas y recuerda dar varios pasos cuando alcancemos el suelo”.
Y en un abrir y cerrar de ojos, aterrizamos. Sin darme cuenta, me separan del instructor, levanto los brazos en victoria y suspiro.
No sólo logré enfrentar uno de mis más grandes temores, sino que también disfruté cada segundo…y fue mi regalo de cumpleaños. ¡Qué manera de celebrar un año más de vida!
El tirarme en paracaídas, aunque para muchos pareciera trivial, para mí representaba un acto de superación. Mientras muchas personas, en algún momento de sus vidas, soñaban con volar, yo soñaba con mantener mis pies firmes sobre la tierra, lo más lejos posible de cualquier objeto y/o fenómeno con el potencial de poner en riesgo mi seguridad, mi salud y mi vida. En otras palabras, fui una cobarde.
Sin embargo, luego de esta experiencia, reconozco que el miedo es un mero obstáculo que uno mismo se impone. Es 99.9 por ciento mental y 100 por ciento vencible.
En esta ocasión, no permití que el miedo ante lo desconocido me detuviera. Transformé un gran temor y lo utilicé de motivación. Me arriesgué y volé.
Puede que siga siendo una cobarde, pero ahora con menos miedo de arriesgarme. Como bien dicen por ahí: “el que salta puede caer, pero también puede volar”. Intentaré volar más a menudo.
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