de la canción Teléfono, por El Gran Combo Suena, suena, teléfono, penas, penas, penas, penas… ¡Ay! ¡Cómo quisiera que la amargura que me cuesta una simple llamada para una gestión, no me llevara al suplicio, sino a recordar la tonada de El Gran Combo! Pero no es así y tengo que chuparme la salsa amarga de aquellos irresponsables- y hasta temerarios, dada la frágil situación actual del mercado laboral- que no levantan las llamadas telefónicas que llegan a sus puestos de trabajo. Instalado en el confort del cliché, creía que tal actitud y dejadez comunicativa era asunto exclusivo de aquellas agencias gubernamentales repletas de empleados cuya filosofía laboral se circunscribe al suave que esto es pa´ treinta años. Sin embargo, ahora resulta que en la empresa privada -escenario y atmósfera en la que el bendito performance debe ser regente de todo acto- hay empleados que no levantan un teléfono. ¿Tan atareados estaban en la institución financiera a la que llamé como para no darme ni un ‘buenas tardes’ grabado? ¿Cómo explicar que marqué tres números diferentes y dos de mis intentos resultaron en esperas eternas? Nada. ¿Qué hice yo para merecer una colgada cuando me comuniqué con el tercer número, que supuestamente era de servicio directo? Claro, antes de la plantada siento esa voz que me dice en tono casto y empresarial: “Usted ha llamado a la extensión 0,0,0,0. La extensión 0,0,0,0 no existe”. Y bien que hemos avanzado en el uso de la tecnología. ¿Será que esta institución a la que llamé tiene un poderoso sistema de lectura de mentes, tan veloz, que me atrapa en una centésima de despiste? ¿Esto explica el ‘O,O,O,O’ al que nunca llamé pues, a la sazón, no existe? ¿Será que soy partícipe de un programa televisivo de bromas de mal gusto y aún no advengo en conocimiento de mi desgracia? Sí, tal vez estoy un poco atribulado. Pero nadie se alarme, pues ante este mal esquivo podemos anteponer el bien de aquellos que sí quieren trabajar. Aquellos para los que el trabajo es una diversión apasionada. Hay esperanzas. Aquí les dejo con el botón de muestra. Esta mañana la oficina y redacción de Diálogo amaneció inundada, a causa de las incesantes lluvias de esa incordia y deprimida tropical, a quien el Servicio Nacional de Meteorología de Estados Unidos llamó Ana. Llegando al lugar me topó con don Juan, supervisor de las tareas de mantenimiento del área en la que trabajo, con los pantalones enrollados y resolviendo el entuerto de la inundación. Junto a él, Danny, empleado de mantenimiento, no dejaba de sacar agua con una escoba. Al rato llegó Noemi Núñez, administradora del mensuario, quien también cepilló y mapeó sin descanso. El que escribe, también mapeó, hizo barreras con periódicos para contener el agua, y luego recibió una mano del fotógrafo Ricardo Alcaraz para resolver aquel desastre. Más allá di cuenta del guardia de seguridad, quien también empuñó una escoba para formar parte de la solución. Todos, quizás de manera intuitiva, apreciamos y valoramos la propiedad universitaria. La propiedad de la Universidad de Puerto Rico. La institución que es propiedad de todos los ciudadanos de este pedazo de País. Nadie preguntó quién era supervisor, conserje, administrador, director, fotógrafo o guardia. En aquel momento, éramos lo que seguimos siendo: ciudadanos responsables. Y que no se me olvide: poco importó la inundación o la atribulación, allí estábamos todos prestos para laborar y atender, con mucho gusto, las llamadas telefónicas que entraban.