Una tragedia, la muerte de un presidente electo, inició en 1985 el ciclo político que debe terminar en las elecciones de octubre en Brasil, con el poder en manos de un mismo partido como campeón de la democracia al inicio, y de la corrupción al final.
El Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), de centro, gobernó Brasil de 1985 a 1990, encabezando la redemocratización tras la dictadura militar instaurada en 1964, y lo hace nuevamente ahora con el presidente Michel Temer, mientras varios de sus líderes están desacreditados por denuncias de corrupción.
Las próximas elecciones, para los poderes Ejecutivo y Legislativo nacionales y en los 27 estados brasileños, tienden a desmantelar el poder del partido, con bases distribuidas por todo el país.
Su auge empezó en 1985, cuando su líder en articulación y negociaciones políticas, Tancredo Neves, fue elegido presidente del país por el Congreso legislativo en enero, pero en la víspera de su posesión el 15 de marzo fue hospitalizado con obstrucción intestinal.
Su agonía de 38 días, en que fue sometido a siete cirugías, conmovió el país. Su sustitución por el vicepresidente electo, José Sarney, un político del régimen militar que adhirió al PMDB para componer la fórmula presidencial, mermó las esperanzas de una transición democrática transformadora.
Sin embargo, el capital político como principal opositor a la dictadura, al ser el único partido no oficialista autorizado hasta 1979, le permitió al PMDB convertirse en la principal fuerza en el parlamento y en los gobiernos municipales y estatales.
Encabezó así la elaboración de la nueva Constitución brasileña, aprobada en 1988, con una detallada consolidación de los derechos civiles y políticos, de los pueblos tradicionales e indígenas.
No logró, sin embargo, mantenerse en el poder central, que a partir de 1994 pasó a ser ocupado por el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), formado a partir de una disidencia del PMDB en 1988, y a partir de 2003 por el Partido de los Trabajadores (PT).
El PMDB, que volvió a llamarse Movimiento Democrático Brasileño (MDB) en 2017, quitándose la designación de partido que le había impuesto la dictadura en 1979, volvió a ocupar la presidencia de la República en 2016.
Temer, elegido vicepresidente en 2014, sustituyó a la reelegida presidenta Dilma Rousseff (2011-2016), destituida en un proceso parlamentario iniciado en diciembre de 2015 y concluido en agosto de 2016.
Pero aún sin el protagonismo presidencial en la mayor parte de ese período de 33 años, fue el PMDB que caracterizó la forma de gobernar Brasil que Marcos Nobre, profesor de la Universidad de Campinas denominó “peemedebismo”, imponiendo una “cultura política” de baja intensidad democrática y transformaciones contenidas.
Su aparente falta de apetito para la presidencia se explicaba por la dificultad de adoptar programas y políticas nacionales, por tratarse de una “federación” de intereses locales y regionales.
La operación Lava Jato (lavado de vehículos) del Ministerio Público (fiscalía), que investiga la desviación de miles de millones de dólares de la compañía estatal petrolera Petrobras, y otras investigaciones anticorrupción revelaron que el dinero ilegal alimenta todo el sistema político brasileño.
La forma de hacer política del “peemedebismo” está estrechamente relacionada a esa corrupción sistémica, al canje de favores de los políticos con el empresariado y sectores de la administración pública.
La baja popularidad de Temer, que se mantiene por debajo de 10% en las encuestas, se debe mucho a las investigaciones del Ministerio Público y la Policía Federal que conllevaron acusaciones de corrupción, obstrucción de la justicia y organización para delinquir contra el presidente que no avanzaron únicamente porque la Cámara de Diputados no los autorizó.
De acuerdo con la Constitución, un presidente solo puede ser enjuiciado por el Supremo Tribunal Federal y eso exige la autorización de los diputados por mayoría de dos tercios, algo casi imposible en el caso de un gobernante con gran experiencia parlamentaria y capacidad de aunar apoyos o complicidad de sus colegas.
Pero Temer perdió poder efectivo en los últimos meses. Ya no logra aprobar proyectos importantes para su gobierno, como la privatización de Eletrobras, la mayor compañía estatal del sector eléctrico, y teme un tercer proceso judicial en que sería acusado de favorecer empresas portuarias a cambio de sobornos.
Varios de sus amigos, que estuvieron en el gobierno como sus asesores o ministros ya fueron presos durante algunos días, y algunos siguen encarcelados, por distintas acusaciones de corrupción y organización para delinquir.
Las revelaciones trascendidas componen un cuadro en que el MDB aparece como el principal grupo a beneficiarse de los sobornos generalizados en el sistema político. Temer es mencionado en varias denuncias, incluso como jefe de la “gran cuadrilla”.
Su intento de componer una fórmula presidencial “del centro”, que defienda sus propuestas de gobierno, especialmente las económicas, como la reforma previsional y austeridad fiscal, es poco viable ante los efectos electorales negativos de su apoyo.
Siquiera puede contar con vientos favorables del crecimiento económico.
La economía brasileña se superó de la recesión el año pasado, después de dos años de fuerte caída, pero la recuperación es lenta y débil, no logró reducir el desempleo, cuyo índice sigue en 12.6%, lo que representa 13.1 millones de desocupados.
Ese cuadro tiende a favorecer la izquierda en las elecciones presidenciales de octubre.
El expresidente Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011), preso desde el 7 de abril debido a su condena por corrupción y lavado de dinero, sigue como favorito en las encuestas.
Además su partido, el PT, recupera apoyo popular desde 2017, pese a las acusaciones de corrupción que llevaron varios de sus dirigentes a la cárcel desde 2013.
20% de los entrevistados por el Instituto Datafolha (vinculado al diario Folha de São Paulo), de 11 a 13 de abril, manifestaron simpatías por el PT, mientras el MDB se limitó a 4% y el PSDB a 3%.
En su momento de mayor debilidad, en fines de 2016, el PT registraba 9% de simpatía entre los encuestados, contra 4% de los otros dos partidos.
La corrupción atribuida al PT es matizada por los programas sociales que impulsó durante sus gobiernos, encabezados por Lula y Rousseff, lo que no ocurre con los demás partidos.