Anécdota de la vida real (si es que hay tal cosa): una vez, y de esto no hace mucho tiempo, caminaba por la avenida Universidad en dirección a no sé dónde cuando capturó mi atención un joven que venía caminando en dirección contraria. Más que él, lo que me cautivó fue su camisa. Era negra, y tenía al frente una foto del grupo The Ramones con el nombre de la banda arriba. Es la camisa clásica de ese grupo, y me sentí estremecido (de un modo extrañamente proustiano, debo admitir), ya que es una de mis bandas preferidas, aparte de ser una de las más importantes en la historia del rock. Confieso que me emocioné cuando vi a aquel muchacho tan joven con aquella camisa, y me alegré de que a un joven le gustara la banda, que ya era vieja cuando yo era joven, y ya no soy joven. Pensé que, contrario a las alarmas de los cínicos, los jóvenes sí tienen sensibilidad y criterio. No digo que esto no sea cierto, pero entonces lo siguiente: me acerqué al muchacho y le pregunté que cuáles eran sus canciones preferidas de The Ramones. El muchacho me miró sorprendido, como si le estuviera hablando en chino (evidentemente él no era chino), se miró el pecho y me respondió con asombro: “Ah, ¿esto es una banda? Yo creía que era una marca de ropa”. Plop. Sacudí la cabeza, incrédulo de lo que acababa de escuchar. Seguí caminando, y viví el sentimiento de la desilusión (también proustiana, debo admitir). Mi tristeza radicaba, no en que el joven no supiera quiénes eran The Ramones (por eso no se debe juzgar a nadie, aunque no falten ganas), sino en algo que me parecía más grave. Se puede hablar de la comodificación de la cultura punk, de la mercantilización de la rebeldía, de la masturbación ciega de la ignorancia. Y todo esto resultaría apropiado, desde la perspectiva ideológicamente fría de la crítica de la cultura. Pero que un joven ostente una iconografía tan conocida desde la total ignorancia, sumado a que interprete todo signo como una “marca” (cosa que es, de hecho, todo signo, pero hay marcas y hay marcas) en el sistema lingüístico del mercado, pinta un panorama desolador. Cuando la distancia entre el signo y el referente se hace orbital, sideral, infinita, el mundo se descalabra. Le conté este episodio a mi amigo y también fan de The Ramones, Urayoán Noel, y reaccionó, como suele hacer, escribiendo sobre el asunto. Creo apropiado citarlo in extenso: “La banda que nos expanda las neuronas lo hará porque cuarteronas hay que le temen al ruido al sonido al nido de distorsiones. Liquor Stores en las regiones limítrofes a la atrofia. Sin estrofa. Hey ho let’s go. Lo mejor de Joey Ramone es cómo agarraba el micrófono. Se balanceaba sin caerse como la economía del idilio neoliberal. Pero los Ramones resisten el consumo a la vez que lo cucan… Punks consomate… el somatismo del consome que vivos en la era del acomodar. ¿A cómo dar? Cuánto pagar por el privilegio de rebelarse. Del revelado en una hora. En una hora caben todas las canciones del primer disco y de Rocket to Russia. Dos veces. Dicen que The Clash eran unos folkies miedosos y entumecidos hasta que vieron a los Ramones en Londres en el 77. El animus de clase, el seudomarxismo anarco (narco?) de White Riot y London Calling sólo funciona montado sobre los jackets de cuero de los Ramones… La moda y la joda que incomoda. La ideología es sólo un paréntesis, un apóstrofe de costra directo de Forest Hills, Queens. Así es, chicos y chicas punk-en-entrenamiento, el punk nació en los suburbios. De Guaynabo City a Bairoa hay un trecho. Techos estocados. Esto caduca. Desde el suburbio (¿el ex-urb, el walk-up?) se suena la ciudad como se la imagina… Contestar el silencio de Coqui Gardens Mansions Hills con ruido y sudor compartido, sin más partido que la noche entre rascacielos. Y como la ciudad está a la venta en la era post-post, también lo está el punk. Objeto de t-shirts de sujeto citadino. La banda de olor lavanda para una ciudad en limpiamiento. Los Ramones como fantasma fanta asma de una ciudad hecha postal post. Tu afrenta a la venta ahora. ¡Cuánta ternura!”. No sé si entiendo bien qué es lo que quiere decir Urayoán, pero creo que no importa, que, al igual que la música de The Ramones, no se trata de entender, sino de otra cosa. Esa otra cosa (que, otra vez yo no entiendo bien), es lo que no está, lo que falta en el vacío de sentido que se produce en episodios como el que acabo de narrar. Dos distopias, dos desenlaces sombríos se me ocurren, y no soy de aquellos que se regodean en el nihilismo ni el cinismo. Creo que más dramatizo que vaticino, o al menos eso espero. Una de estas distopias es más terrible que la otra, eso si es que ya no habitamos una. En uno de esos futuros, un joven camina por la avenida Universidad, ipod en mano, dulcemente enajenado y banal, tiernamente frívolo en su distanciamiento del mundo. Alguien le señala el pecho horrorizado, y le cuestiona. El joven se mira la camisa, estupefacto. “Yo creía que era una marca de ropa”, balbucea a modo de excusa. En la camisa: una flamante cruz gamada, y acaso el eslogan publicitario “Arbeit macht frei”. En el otro escenario de la pena, el mismo joven dulce y tierno camina por la misma avenida Universidad con el mismo ipod en la mano, el mismo enajenamiento y la misma frivolidad, la misma camisa con la misma esvástica y arbeit macht frei en el pecho, y nadie le dice absolutamente nada. Plop, indeed.