
En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar
el dinero en indescifrables obras de caridad,
las personas interesadas en la vida eterna
que posean un capital estorboso,
deben patrocinar la desintegración del camello…
-Juan José Arreola
En la portada de uno de los periódicos de la Isla se anunciaba el titular de una noticia que identificaba tres supuestas características compartidas por los miembros de una subcultura adinerada del área metro. Usualmente evito repetir las declaraciones de otros sobre temas de esa índole porque se me hace difícil creer que fue suficientemente bien pensada la metodología utilizada para alcanzar conclusiones fiables sobre las preferencias de nuestra clase alta. Sin embargo, en este caso, compartí una foto del titular en una de las redes sociales en la que comparto con mis amigos cercanos para proferir una simple opinión: en mi experiencia, no creo que la forma homogénea de vestir y comprar de ese sujeto adinerado puertorriqueño cualifique como cultura o identidad, hipótesis de la investigación periodística.
Admito que mayormente mis experiencias con ese junte metropolitano se limitan a las experimentadas en la escuela superior ya que más de cinco años de educación privada fueron suficientes como para quitarme las ganas de pasármela con los que andan de yate en el fin de semana. Como quiera, con esa experiencia limitada me atrevo a inducir que el lado artístico que compone la ecuación “cultura” le interesa muy poco a los que llamamos guaynabitos, fresas o riquitillos.
El gusto se cultiva, no se compra, se puede heredar pero no se puede tomar a la fuerza, hay que trabajarlo. Desafortunadamente, esto se debe en gran medida a que parte de la experiencia artística es un lujo. Ya sea cine, pintura, literatura o cualquier otro medio, hay que dedicarle otras cosas además de esfuerzo para tener acceso y ese cálculo es fácil. Para tener acceso hay que tener tiempo y educación, para tener ambos tiempo y educación hay que tener capital. Pero una cosa no asegura la otra y lo puedes ver en las fotos con filtros predeterminados y las citas mal arrancadas de la tierra con la ayuda de Google para colorear perfiles en la web, tronchando la raíz, ignorando por completo el contexto. También lo puedes escuchar en la conversación forzada en los cocteles y las opiniones recicladas sobre la animación japonesa y el valor que se le adjudica sin cuestionamientos a la novela experimental —“si no la entiendo es porque seguramente es buena”. Especialmente lo puedes escuchar en la mejor defensa del ignorante, del profesor vago, del intelectual de pacotilla: “es que ya todo lo que se está haciendo se había hecho antes”, y la sigilosa sugerencia que le sigue, “así que no vale la pena ni intentarlo”.
“Se extinguen las colmenas”, lee un poema de Mara Pastor “ y no hay reporteros que develen los motivos en la primera plana…ni actos heroicos dentro de los panales”.[1] Es que para ser abeja hay que primero tener fe y paciencia y, para tener ambos, primero hay que ser estúpido.
[1]“Desorden del colapso colonial” en Poemas para fomentar el turismo (2011) por Mara Pastor.