A más de 3,300 metros de altura sobre el nivel del mar, en Cusco, las mujeres le ganan terreno a la infertilidad de los suelos y las heladas para cultivar alimentos orgánicos y recuperar prácticas de trabajo comunitario del Perú incaico como el “ayni” y la “minka”.
“Aquí trabajamos el maíz, el haba y la papa, de esos nos alimentamos y nos olvidamos de las hortalizas, pero ahora vamos a poder sembrar de forma natural nuestro tomate, lechuga, arveja…”, dice a IPS satisfecha María Magdalena Condori, mientras muestra su fitotoldo, un invernadero solar recién instalado tras varias jornadas de trabajo comunal.
Ella vive en la aldea altoandina de Paropucjio, situada a más de 3,300 metros de altura sobre el nivel del mar, en Cusipata, un pequeño distrito (municipio) de menos de 5,000 habitantes.
Aquí, la población subsiste con la pequeña agricultura y la cría de animales de corral, faenas a las que se dedican sobre todo las mujeres, mientras la mayoría de los hombres realiza trabajos remunerados en distritos del área o incluso en la distante ciudad de Cusco, para completar el ingreso familiar.
La ubicación geográfica de Paropucjio influye en la escasa fertilidad de los suelos, a lo que se suma la inclemencia del frío, con temperaturas bajo cero. “Aquí las heladas pueden destruir todos nuestros cultivos de la noche a la mañana y nos quedamos sin comer”, comenta Celia Mamani, vecina de Condori.
Una situación similar o peor soportan los otros 11 asentamientos que conforman Cusipata, que al estar cerca del casco del pueblo es la de mayor número de familias, cerca de 120.
El cambio climático acentúa las duras condiciones en que viven las mujeres y sus familias de estas zonas rurales, en especial de quienes se encuentran más distantes de las ciudades, por tener menos oportunidades de capacitación para enfrentar los nuevos desafíos y cargan con una historia de olvido dentro de las políticas públicas.
“En Paropucjio somos 14 mujeres que vamos a tener nuestro fitotoldo con su módulo de riego por goteo, ahorita vamos cinco. Eso nos da mucha alegría, estamos orgullosas de nuestro trabajo porque podremos aprovechar mejor nuestra tierra”, expresa Rosa Ysabel Mamani durante la jornada que IPS pasó en la comunidad.
El fitotoldo, como se llama aquí al invernadero solar que en otros países andinos denominan carpa solar, permitirá a cada mujer beneficiaria cultivar hortalizas en forma orgánica para el autoconsumo y la venta de sus excedentes en los mercados de Cuisipata y otros distritos cercanos, lo que las tiene muy ilusionadas.
Con una gran sonrisa, Mamani señala una estructura de madera de 50 metros cuadrados a la que llama esqueleto y que en unos días más contará con sus mallas laterales y el techo de microfilm, un plástico resistente a las temperaturas extremas y las granizadas.
“Vamos a venir todas las mujeres con nuestros esposos y nuestros hijos y en ayni, como trabajaban nuestros ancestros, vamos a completar el fitotoldo”, explica.
El ayni es una de las formas sociales de trabajo de los incas que se preservan en estas zonas altoandinas, basada en la reciprocidad familiar dentro de la comunidad para construir viviendas, sembrar, cosechar o realizar otras tareas. Al culminar la faena, en retribución, se comparte una comida sustanciosa.
La minka, otra herencia del periodo incaico y conocida también como minga, es similar pero entre las comunidades cuyos pobladores van a apoyar a los de otra en un trabajo, en este caso las mujeres de diferentes aldeas y caseríos que se desplazan para la construcción colectiva de los invernaderos, sobre todo el techo, lo más difícil de instalar.
Formadas en producción y derechos
En total serán 80 las mujeres comuneras de seis distritos rurales altoandinos de Cusco las que se beneficiarán con un fitotoldo y su módulo de riego tecnificado por goteo, para su huerto orgánico familiar, como parte de un proyecto que gestiona el no gubernamental Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán con el apoyo de la española Agencia Vasca de Cooperación para el Desarrollo.
“Queremos contribuir a mejorar la calidad de vida de las mujeres rurales a través del fortalecimiento de sus capacidades en la agricultura. Ellas trabajan la tierra, siembran y cosechan, cuidan a sus familias, son el pilar de la seguridad alimentaria en sus hogares y sus derechos no son reconocidos”, afirmó a IPS la socióloga Elena Villanueva, del programa de desarrollo rural del centro.
Indicó que apuestan por una formación integral de las productoras, de modo que estén en condiciones de manejar técnicas agroecológicas para el uso sostenible del suelo, agua y semillas. También aprenderán así a defender sus derechos como mujeres, productoras y ciudadanas, en sus hogares, espacios comunales y ante las autoridades locales.
La especialista indicó que contar con un fitotoldo abre nuevas oportunidades para las mujeres porque les permite acceder a un área protegida de las adversidades climáticas y alta radiación de la zona, donde poder cultivar diversos cultivos que no podrían subsistir a cielo abierto.
“Ahora tendrán a mano durante todo el año alimentos que actualmente no son parte de su dieta como el pepino, pimiento, tomate, lechuga, entre otros, que enriquecerán su nutrición y la de sus hijos, que podrán sembrar y cosechar con mayor seguridad”, dijo.
Para ello, las productoras se han entrenado también en la preparación de sus abonos y pesticidas naturales. “Nuestros suelos rinden poco, aprietan las raíces de las plantas, así que tenemos que prepararlos bien bonito para que acojan las semillas y tener después buenas cosechas”, detalla Condori.
En el área de 50 metros cuadrados del fitotoldo han trabajado sostenidamente excavando el suelo para retirar las piedras, remover la tierra y formar los lechos para la siembra.
“Y para eso hemos tenido que abonar bastante con nuestro bocashi (abono orgánico fermentado) que lo preparamos en grupo con las señoras, en ayni, así nos colaboramos unas a otras. Trajimos estiércol de cuy (Cavia porcellus, un roedor doméstico andino), de gallina y de ganado, hojas, cáscara de huevo molido para trabajar”, recuerda.
Este rol activo en la toma de decisiones sobre el uso de sus recursos productivos ha contribuido a modificar la mirada que sus esposos tienen de ellas y a que les reconozcan su aporte al sostenimiento del hogar y de las familias.
Ese es el caso de Honorato Ninantay, de la comunidad de Huasao, quien confiesa su sorpresa y admiración por la capacidad de trabajo de su esposa.
“Parece mentira que antes, en todo este tiempo, no me había dado cuenta. Solo cuando se ha ido a los talleres y ha estado dos días fuera de casa he comprendido”, dice.
“Yo como hombre tengo solo un trabajo, laboro en construcción. Pero mi esposa tiene ¡aahh! (lanza una larga exclamación). Cuando se ha ido he tenido que conseguir el agua, hacer la comida, dar de comer a los animales, ir a la chacra (parcela) y atender a mi mamá que está enferma y vive con nosotros. No he podido con todo”, agrega.
Su esposa, Josefina Corihuamán, escucha sonriente las palabras de reconocimiento de su esposo y confirma que ahora él se involucra en las tareas del hogar porque ya entendió que lavar, limpiar, cocinar no son “cosas de mujeres”.
Ella también cuenta con un fitotoldo y módulo de riego en su parcela y está segura de que la producción le alcanzará para el sustento de su familia y para vender en el mercado local.
“Lo que cosecharemos será alimento sano, orgánico, sin químicos, y eso es bueno para nuestras familias, para nuestros hijos. Siento que por fin aprovecharé bien mi tierra”, afirma.