
Pocos objetos de uso diario son más filosos que unas tacas… Así, precisamente, se titula el segundo poemario de la escritora mayagüezana Ángela María Valentín, quien desde su primer libro, Ideas Inconclusas (2011), amenazaba con empezar a esgrimir “las palabras filosas”.
Entre la nocturnidad de su oficio como violinista y cantante profesional, el marido y cuatro partos y crianzas, Valentín se las arregló para completar su doctorado en literatura, mantener su precario espacio como docente en el Recinto Universitario de Mayagüez y empezar a publicar sus primeros poemas. Si esto no es andar de puntas, díganme qué es. No importa la altura del zapato que se calce, o la condición del pavimento que se pise, la caminata no es fácil ni segura para la nueva generación de profesores universitarios de la que esta autora emergente forma parte. Pero, “a veces”, Ángela se entaca, es decir, escribe poesía.
En la jerga callejera a lo boricua, la taca no es el taco redondito y ancho de media altura que usaban nuestras madres o tías empleadas de Gobierno. Tampoco el taco español (la llamada mala palabra) ni el plato patrocinado por el chihuahua de Taco Bell. Cuando el taco (o tacón, según el Diccionario de la Real Academia) elevó su altura varias pulgadas más sobre el suelo y complicó su estructura con cremalleras, plataformas, argollas, cadenas y otros guindalejos, ocurrió el primer cambio de género en la historia del zapato: el taco se hizo hembra. Al mismo tiempo, en el imaginario colectivo se trasladaba al paisaje cotidiano de la oficina, de la escuela y hasta de las iglesias más conservadoras, una estética que antes se asociaba, más o menos, con lo sadomasoquista o con lo porno, ahora simplemente hip. Pero, de todos modos, por muy domesticada que esté la taca, su estética sigue siendo potencialmente belicosa.
“Nunca he dicho que soy poeta”, así abre el libro. Pero, lo que podría ser un recurso retórico para captar la benevolencia del público, dura esa única línea. Con esta declaración se nos planta de inmediato en un tono discursivo en el que lo lírico se resistirá a manifestarse y se optará por un lenguaje directo y, muchas veces, agresivo. No deja de ser curioso, en una profesional de la música, que su escritura poética evada la musicalidad de las palabras. ¿Será porque treparse no es lo mismo que alzarse, ni elevarse, ni subirse ni montarse? Ciertamente, a un nivel semántico y experiencial, la trepa tiene algo de violencia, de ejercicio dificultoso y de espectáculo. Un término machista y misógino muy común en nuestra habla popular llama trepadora a la mujer que en la línea jerárquica y salarial avanza, o se presume que avanza, con métodos sexuales (al trepador laboral se le adjudican otros nombres menos rencorosos). Pero cuando un hablante dice: “No permitas que fulano o fulana se te trepe” no necesariamente se refiere a una situación sexual, sino a cualquier tipo de interacción social que implique subordinación u opresión. El sujeto poético de Tacas (Editorial EDP, 2015, 74p.), una hembra, es un ser que se percibe en lucha contra varias instancias (externas o internas, reales o figuradas) de opresión. Y sugiere una tercera posibilidad para la trepa: el poema como una ecuación de altura para auparse sobre lo doloroso o lo chato de la existencia y para darle guerra a taconazo limpio a la mezquindad y la arrogancia, vengan de donde vengan.
Se oye aquí a la docente de nueva hornada zapatearse, por ejemplo, de la ilustre academia, en “Tacas II”:
A veces me pregunto
si las teorías del lenguaje
de aquel fulano francés
dan alguna pista para vivir
este fenómeno complejo,
multifacético, posmoderno y neofantástico
sinónimo de vida real
esa que hay que pisar en seco
esa que embarra las manos de desilusión
esa que cuestiona a quemarropa
cuánta de la excrecencia ontológica
llena de postulados, estatutos y proclamas
salvaguarda el corazón
del embate funesto
de la muerte que acecha
cada día más cerca
cual viento de agua
cada día más cerca.
También, se escucha a la poeta que incursiona en el medio editorial abjurar temprano de las capillas literarias, en “Sospecho”:
Sospecho
de toda esa bandada de acólitos
que en reverencia se inclinan
ante el Poeta
sospecho
que los acólitos se escriben
en un acto masturbatorio mutuo
con sus artefactos librescos
con las páginas
con la tinta
y repiten ideas
palabras, palabras y palabras
que consumen sin cuestionar
para agradar
al gran escriba
y sumo sacerdote dictador.
(…) sospecha acólito
de sus sonrisas y gestos aduladores
y teme
teme siempre
a ser incapaz
de andar solo.
Hasta este punto, una lectura simple concluiría: se trata de una “tiraera”; y el poema/taca es solamente tarima, escudo, cuchillo, un recurso para evadir la herida o producirla. Pero la voz poética se encarga de sugerir algo mucho más incómodo: la precariedad con la que sostiene su andadura. Justo como quien se calza tacos por primera vez. Sin embargo, esta incomodidad no le viene de fuera. El propio cuerpo es el significante principal de la desazón. El cuerpo carga, justo entre los senos “un hoyo negro, infinito” y “un cansancio atroz que se acumula en las pestañas”.
En la primera sección del libro, “Morir zapateando o la ciencia del cuerpo sufriente”, la conciencia del performance entacado reconoce la propia vulnerabilidad y la potencial disfuncionalidad de todas sus relaciones humanas. El cansancio corporal se manifiesta siempre en relación con un tedio vital que se activa y reactiva desde la relación con el Otro. Treparse, en estos poemas, implica un esfuerzo doloroso e irónico; un recurso extremo de adaptación ante el fracaso de la solidaridad en las relaciones: la mueca de una mujer triste. Sin embargo, la violencia que subyace en los textos resulta ser auto infligida (“la rabia suelta la venda/y me acompaña/me susurra al oído/verdades que apuñalan), como se sugiere en “La rabia sube silenciosa”.
En la segunda parte, “Sanctum, o la pisada en seco”, se suaviza el lenguaje, y se nos coloca en el territorio simbólico del mito y de las teofanías; en el lugar apartado, privado en el que unos pocos iniciados todavía entran sin sandalias. La ternura que se les niega a los poemas de la primera parte se les concede a los versos de lo materno. Una salvación por el amor horizontal hacia la prole contrasta con la implacable crítica a los pares donde predomina la verticalidad, la mirada hacia abajo lograda por vía de la trepa. En este caso, la ecuación de altura se resuelve de modo inverso; la hablante se baja de la complejidad del espectáculo intelectual para llegar a la estatura de los niños, visitando, “a veces”, el imaginario de la narrativa infantil.
La relación con el hombre y la construcción de su poema es otra cosa: ni taco, ni taca ni talón descalzado. En este poemario, la corporeidad del sujeto erótico no se construye con adjetivos, imágenes ni metáforas sino con verbos; los cuerpos se asumen no como una entidad visual, ni siquiera táctil, sino como ruido y movimiento. Se conoce al otro más por lo que hace que por lo que dice, como reconocemos a una pareja por su baile. Abundan en Tacas los poemas a un hombre cuyo perfil simbólico la poeta codifica desde las figuras míticas de Caronte y de Teseo, sin incurrir en una reelaboración de los mitos. Toda convivencia pisa callos, y estos poemas al hombre dan cuenta de los pisotones compartidos al interior de una relación en marcha. No son estos textos algo que pueda etiquetarse como “poemas de amor” ni “poesía erótica”. Pero tampoco son, exactamente, versos de escarnio, sino requiebros de la soledad en compañía y, “a veces”, guiños de su reverso, la soledad acompañada; una soledad de tono existencialista que, desde la publicación de Ideas Inconclusas (libro del que fue coautora junto a Waleska Victoria Castillo), parece marcar la personalidad poética de Valentín y confirmarse en el libro que comentamos:
Como cualquier expatriada
no tengo asideros
ni pertenezco a nadie
camino lentamente
con la sensación constante de vivir trasnochada
sin fichas de identidad
detestando gremios, grupos, contraseñas,
claves y listas
meros salvavidas de los que se agarran los pobres
al toparse con el miedo a la soledad
y al vacío de la nada.
Soy errante, vagabunda
con una clave de sol en los dedos
y miles de átonos en la frente
no quepo en ningún lugar
ajena soy
mi hogar es la utopía
que cargo pesadamente sobre los hombros…
“Treparse”, en fin, no es lo mismo que “montarla”. Desde la autoconciencia de un ser en lucha contra sus demonios interiores, Ángela María Valentín inicia su andadura poética caminando en puntas sobre la negación y el desasosiego. La poeta se mira en estos textos con la misma dosis de sospecha y crítica con la que cata a los personajes que la rodean (Así podemos releer su punto de partida: “Nunca he dicho que soy poeta”). El poema “El violín” resume simbólicamente el emprendimiento de una escritura que, para caminar sobre lo precario, renuncia a la música.
Ella gime
como cuando se le hace un glizzando al violín
lento
pero preciso
gime
como gime el violín
cuando se olvida la partitura
cuando se cierran los ojos
y se echa a volar
a veces el gemido es intenso
como ese primer orgasmo
que te sacude de improviso
con sorpresa y terror
volándote los sesos
otras, ahora las más,
el gemido es
ansiedad-furia-desconsuelo
ansiedad-furia-desconsuelo
da capo al fine, eterno laberinto
tutti, sostenutto
el violín moribundo
persigue su eco en el aire…
La autora es poeta, editora de textos y comunicadora. Su obra ha sido premiada por el Instituto de Literatura Puertorriqueña, el Ateneo Puertorriqueño y el Instituto de Cultura Puertorriqueña, sello con el que publicó su poemario más reciente, To muddy death (2013), bajo la colección Premios de Poesía.