
SOBRE EL AUTOR
“In fact, I have a license to carry [a gun] in New York, can you believe that? Nobody knows that.”
Donald John Trump
Ahora todos lo sabemos.
El debate que se desarrolla en Estados Unidos alrededor de la segunda enmienda constitucional –el derecho de los ciudadanos a portar armas– ha recobrado intensidad luego que la legislatura de Texas aprobara una legislación que obliga a las universidades públicas a permitir la posesión de armas en sus respectivos campus.
El debate, empero, no se limita a esta legislación: tras las recientes masacres de San Bernardino y la perpetrada en una discoteca de Orlando, han vuelto a plantearse los argumentos para establecer una regulación más estricta de la posesión de armas. El debate, pues, se ha canalizado en gran medida como uno jurídico, que oscila entre las significaciones legales e intenciones que tuvieron aquellos hombres blancos, propietarios y esclavistas que legislaron las primeras diez enmiendas constitucionales –incluyendo el derecho a portar armas–. Sin embargo, el aura de la forma jurídica ha empañado, una vez más, un debate que realmente tiene su fundamento material y genealógico en una dimensión enteramente sociopolítica.
El discurso –sobre todo a partir de la aprobación de la mentada legislación en Texas– se ha concentrado en el argumento jurídico de la legítima defensa. Haciéndose eco de ese discurso, el candidato a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano, Donald Trump, ha afirmado que “el derecho a la autodefensa no se detiene al final del garaje”, y que “nuestros Padres Fundadores lo sabían, y nuestro Tribunal Supremo lo ha confirmado, que el propósito de la Segunda Enmienda es garantizar nuestro derecho a defendernos y defender a nuestras familias. Esto es sobre la defensa propia, así de simple”.
A raíz de la puesta en juego de esta racionalidad, se antepone el argumento que sugiere que los victimarios protagonistas de estas masacres en varias universidades estadounidenses –como lo fue en Virginia Tech en el 2007, o la de Umpqua Community College en Oregon en el 2015– realizaron dicho acto en espacios denominados como libre de armas, por lo que había, de este modo, dejado indefensos y desarmados a las víctimas que no tuvieron oportunidad de defenderse por el mero hecho de que no tenían armas.
El propio Trump, refiriéndose a la reciente masacre en París, ha dicho que “habría sido diferente con las balas volando en la otra dirección”. El candidato presidencial republicano también se expresó sobre el mentado suceso en Oregon: “Déjeme decirle, si ustedes hubiesen tenido un par de maestros con armas de fuego en esa sala, hubiesen estado mucho mejor”.
El prisma jurídico de la legítima defensa tiende a otorgarle un manto de neutralidad a este debate. En realidad, la controversia en torno a la segunda enmienda –más allá de lo jurídico– ha servido como agente catalítico para desarrollar cierto discurso político en Estados Unidos que se encuentra anclado en el surgimiento de un tipo de fascismo societal, como le llama el sociólogo Boaventura de Sousa Santos.
Para Santos, este fascismo societal –a diferencia del fascismo clásico experimentado en el siglo XX– es uno mucho más complejo, pues es un fenómeno plural que va invadiendo varios frentes sociales, como el cultural, el económico, el político, el institucional y el ontológico. En todo caso, es consecuencia de la creciente ola de exclusión que se manifiesta en las sociedades neoliberales, y que tiende a crear lo que este sociólogo denomina como un fascismo del apartheid social y otro fascismo del Estado paralelo.
En estos Estados existe una “…segregación social de los excluidos dentro de una cartografía urbana dividida en zonas salvajes y zonas civilizadas”. El Estado, en este caso, “…adquiere una dimensión añadida: la de la doble vara en la medición de la acción; una para las zonas salvajes, otra para las civilizadas”. Así, tanto el Estado neoliberal como el Estado de derecho postmoderno se convierten en máquinas de otredad: asignan identidades y grados de moralidad de acuerdo con las poblaciones que quiera regular. Es inevitable relacionar el discurso generado a favor de la segunda enmienda y la posesión irrestricta de armas con el actual contexto electoral estadounidense, donde se ha generado un movimiento político abiertamente neofascista.
La indignación por las masacres y la injerencia mafiosa de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés) no debe encubrir el dispositivo biopolítico que se dispara a raíz de estos eventos. Ante ello se imponen varias preguntas de rigor: ¿cómo se llega a este estado de cosas? ¿Cuáles han sido las determinantes sociales que han hecho de Estados Unidos el lugar cuasiexclusivo en que se suscitan estos eventos en escuelas y universidades?
Lo planteaba magistralmente el cineasta estadounidense Michael Moore en su documental Bowling for Columbine (2002): el discurso alrededor de la segunda enmienda tiene su origen más que nada en una especie de “miedo moral” (moral panic) generalizado. Pero ha sido Umberto Eco, escritor italiano que viviera parte de su juventud bajo el estado fascista de Benito Mussolini, quien en un artículo para el New York Review of Books en 1995 lo ha declarado sin matices: “[U]r-Fascism grows up and seeks for consensus by exploiting and exacerbating the natural fear of difference”. Desde hace al menos 25 años, el discurso producido desde la defensa férrea a la segunda enmienda y al derecho a portar armas ha sido el vector discursivo de ese miedo a lo diferente –un Otro-diferente– que debe ser considerado como intruso y enemigo público.
Parte de esa narración plantea algo que no es exclusivo de los movimientos que favorecen la segunda enmienda y la posesión irrestricta de armas, pero que sí ha sido parte del desarrollo del estado constitucional estadunidense, y en un grado mayor, de su expansión imperialista bajo el Destino Manifiesto y la Doctrina Monroe.
Esa narración se desenvuelve en una especie de juego dicotómico que encuentra su fundamento en los saberes biológicos y patológicos aplicados a lo diferente, muy similar a lo que Michel Foucault establecía en Defender la sociedad: el surgimiento del Estado-nación en los siglos XVI y XVII estuvo estrechamente ligado a la generación de discursos que pretendían legitimar que el poder se concentrara en una sola entidad y que la guerra fuese dirigida y planificada desde ese unívoco centro de poder. El medio discursivo que legitimó el entonces naciente Estado-nación lo fue la adopción precisamente de un supuesto saber biológico que define unas razas como superiores y otras como inferiores –diferentes a la superior– que deben ser exterminadas.
El racismo para Foucault es, pues, una estrategia de guerra, como ha insistido el pensador colombiano Santiago Castro Gómez. El discurso desplegado por la segunda enmienda, en nuestro caso, se desenvuelve a través de la dicotomía superior/inferior sustentada por una supuesta diferencia biológica y moral: hombre malo/hombre bueno, negro/blanco, musulmán/cristiano, latino/anglosajón, mujer/hombre, salvaje/civilizado; y en el caso preciso de las escuelas y los campus universitarios: joven/adulto, estudiante/profesional, incapacidad/madurez, etcétera.
Esa dicotomía en el mundo universitario no es ajeno a la historia del movimiento estudiantil de la Universidad de Puerto Rico y que viéramos, sobre todo, en la huelga estudiantil de 2010, en la manera en que se definía desde las esferas de poder ese Otro-diferente: el estudiantado como enemigo a ser exterminado. Para tenerlo claro: el exterminio no es necesariamente físico (aunque se hayan documentado la ejecución de varias tácticas de tortura cometidas por la Policía de Puerto Rico), sino el de una subjetividad emancipadora (peligrosa e intrusa) que en un momento dado emergía con la revuelta estudiantil.
Tampoco nos es ajeno el alto índice de violencia doméstica registrado tanto en nuestro país como en los Estados Unidos, donde solamente durante el periodo que va desde 2001 hasta el 2012 se registraron 11,766 mujeres asesinadas por su pareja. Mientras que en el conflicto bélico en Afganistán, a modo de contraste, durante el mismo periodo se registró un saldo de 6,488 bajas entre las filas militares estadounidenses.
Desde la perspectiva de género, en el contexto actual de un devenir-mujer de la sociedad, la mujer es objetivada –contrario al sujeto-hombre– como una Otra-diferente, como intrusa, pues amenaza con la hegemonía de la normatividad masculina. En todo caso, el objetivo del juego dicotómico es el declarar como peligroso al Otro-diferente. En ello tampoco erraba Umberto Eco al decir que “[t]he first appeal of a fascist or prematurely fascist movement is an appeal against the intruders. Thus Ur-Fascism is racist by definition”.
Lo que esbozo, en última instancia, es que el debate replegado alrededor de la segunda enmienda ha sido un eficiente dispositivo que ha mantenido ese discurso hegemónico vivo y, más aún, lo ha desarrollado y transmutado al contexto específico de la actual sociedad estadounidense. La segunda enmienda se ha convertido en el bastión “civilizado” y “juridizado” de un creciente fascismo societal en un país que tiene a la puerta de Casa Blanca a un neofascista como Donald Trump y a una neoconservadora, con una vocación abiertamente belicista, como lo es Hillary Clinton.
El autor es sociólogo del derecho. También ha sido profesor en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico.