“Cheo, tenemos una situación…” . Esas fueron las primeras palabras que escuché del Sr. Clavell al recibir la llamada en la que hablamos sobre el tema de esta columna pero, a menos que uno esté en el negocio de manejo de emergencias, ésas son las últimas palabras que uno quisiera escuchar de algún superior. Las instrucciones fueron suficientemente simples: el artículo va a ser sobre las artes plásticas. Asentí y, con ello, “consumatum est”. Las artes plásticas en Puerto Rico para mí han sido un mundo alienígena. Una escena que se ha movido sigilosamente bajo mi radar personal. Que se está haciendo buen arte en Puerto Rico es algo que he creído casi como una cuestión de fe: aunque no lo vea, sé que debe haber gente talentosa batiendo el cobre en algún rincón oscuro. El truco iba a ser cómo pasar por ese rincón. Para eso iba a tener que llamar a alguien que supiera. En ese momento, el nombre de Ramón Miranda Beltrán apareció en mi cabeza con la sutileza de un letrero de neón en Las Vegas. En alguna ocasión previa me había comentado que estaba trabajando una pieza en cemento. Supuse que para pasar el trabajo de virar concreto debía de ser algo grande. Sabía que tenía que ver con impresiones fotográficas, pero nada más sobre el proceso. Para eso habría que llamarlo… Mientras hablaba con él, me regalaba nombres y números de contacto. Se ofreció a ser mi guía en lo que para mí era una escena relativamente desconocida y a mostrarme parte de su pieza, que al momento se encontraba en plena gestación. Dos días después estaba en su marquesina, rodeado de sacos de cemento abiertos y parado al lado suyo mirando lo que eventualmente se convertiría en La decadencia del imperio, impresión en cemento de la imagen de El baquiné de Francisco Oller y La decadencia de Roma de Tomas Couture. Mientras trataba de descifrar la imagen fantasmal plasmada en la pared de cemento, Ramón me probaba que es cierto aquello de que tan importante es lo que haces como la manera en que lo describes explicándome que Couture había sido maestro de Oller y que ambas pinturas retrataban en cierta manera cómo las culturas se corroían por el vicio, cosa que el efecto final de la pieza reflejaría de manera precisa una vez se viera terminada. La curiosidad por descorrer el velo de lo que se estaba preparando terminó llevándonos a Ramón y a mí a Río Piedras, al taller de Storehouse Group, donde conocí a Rogelio Báez Vega, quien amablemente me permitió ojear lo que preparaban los artistas afiliados a Storehouse mientras me explicaba de qué se trataba el concepto de Storehouse, el cual, si lo entendí bien, es básicamente un “Think Tank” o incubadora para artistas contemporáneos del patio. Luego que Rogelio donó su tiempo, me presentaron a Omar Velásquez, el responsable del arte en la carátula del disco debut de la banda Ron Calavera De la leche al ron, y quien trabajaba algo para la exposición de Circa Labs en el estacionamiento de Plaza Las Américas. Acompañando a Omar por una de las varias oscuras calles de Río Piedras, quien a su vez resolvía el trajín del día con trago en mano, me enseñaba lo que una vez fue un auto convertible rojo. Un Triumph Spitfire, posiblemente del ’74, ahora en estado de deterioro. Un auto como ése en las manos de un becerro nostálgico como yo probablemente sea sometido a restauración. Pero, en el caso de Omar, que me pareció ser, como todo buen artista, alguien que no le rinde culto a nada, sería el objeto de una intervención artística en el estacionamiento de Plaza Las Américas. Mientras Omar me explicaba cómo mutilaría el carro en nombre del arte, yo visualizaba el proceso y diagramaba a media luz cómo algo que una vez fue símbolo de afluencia y prestigio como un Triumph se convertiría en prisionero de una instalación de arte sobre la pobreza en el siglo 21. Dos semanas después, me encontraba parado frente a las puertas de Circa 09 ajustándome el gabán de terciopelo mientras Manuel Clavell me recibía con un boleto en una mano y una cerveza en la otra. Por unos intensos 45 minutos me dediqué a escudriñar qué exactamente era lo que había detrás de los portones del arte contemporáneo. Una orgía de colores, materiales, denuncias y celebraciones, todo al ritmo de 185 golpes por segundo. Entre apretones de manos, abrazos y miradas, las marejadas de gente socializando me distraían de ver la pieza de Ramón Miranda terminada. Recuerdo haber preguntado como en tres ocasiones distintas, mientras que pocos sabían en qué lugar andaba. Finalmente, en una esquina de aquel pabellón, tuve mi primer minuto de silencio interno. Vi La decadencia del imperio terminada. La estatua del césar juzgando con ojos fantasmales las orgías y los velorios, y todo aquello que no escapara su vista. Por un momento pensaba que si yo fuese algún millonario excéntrico no titubearía en adquirir la pieza para mi colección. Pero, aparentemente, alguien con los medios adecuados tuvo la misma idea que yo esa noche. Al rato, “Monchi” se paró a mi lado y me comentó que ya la pieza estaba vendida. Una transacción de capa y daga cuyos detalles nunca fueron mencionados a este servidor. Sólo se me mencionó que este misterioso mecenas era alguien con bolsillos profundos y buen gusto. De esa manera me despedí de Circa. No como si fuera parte de esa escena, sino como alguien que merodeaba por ella. No como un amante de las artes, sino como un espía en la casa de ellas.