
“No se acaba na’,
no creas ese cuento,
que la Navidad, nosotros,
la llevamos dentro”.
Es la víspera de Reyes en el Barrio Espino de San Lorenzo. En casa del veterano trovador Roberto Silva la gente llega a cuenta gotas. De a poco se van asomando, todos vestidos de negro, para trullar como lo han estado haciendo por 38 años cada 5 de enero. Es la promesa más longeva –seguramente- entre San Lorenzo y Yabucoa, que el trovador aprendió de su padre.
Roberto -camisa gris de cuadritos y mangas enrolladas, pantalón negro y un fedora del mismo color- recibe a la gente. La casa, rodeada de silvestre vegetación, tiene un rancho pequeño en una esquina, que en su mostrador exhibe un enorme botellón de pitorro curao’, y que también cura. Huele fuerte, calienta desde lejos, y el que se lo da sino retuerce el cuerpo, da un brinquito y se profesa listo para la trulla.
-Échame un poco de esa agua medicinal a ver si mejoro.
Siguen llegando al filo de las seis de la tarde más parranderos. Roberto atiende algunas llamadas, por aquello de cuadrar la cosa, mientras que los parranderos –todos aquellos que, aunque no canten, sencillamente ahí estén- vierten más pitorro, cual jarabe para la voz. Ellos, mientras esperan, se dan el trancazo, se saludan, se sientan a la mesa con mantel de patrones rojo y crema, y se mecen en la hamaca de la marquesina o en la silla mecedora de madera, hasta que el cocorote de la trova los convoca.
-La trulla tiene sus códigos. El aguinaldo se toca afuera. Va el seis primero. Nadie toca nada hasta después del seis. Nadie se da el traguito primero. Los músicos van primero a la mesa cuando el dueño de la casa nos indique. Y todo el mundo canta.
En cuanto a esas normas, no hay paños tibios. Todos tienen que cumplirlas. En esta trulla no hay espacio para los insípidos. Roberto deja claro que, contonearse y corear son requisitos mínimos. Mas, para los que por vez primera participan, el discurso les parece un chiste, pero esta promesa no es de chistar. No por nada celebran 38 años de “parranda con sabor a la montaña y a lo típico de aquí”.
Así que, caída la noche, más de una docena de carros parten de Espino hacia Guayabota en Yabucoa. La noche está fresca y serena. En las casas, los niños aseguran avistar la estrella de Belén, y los parranderos cómo al golpe de las paletas salen volando las gallaretas. Entre curva y curva, subiendo y bajando, la caravana se ve larga. Los carros apenas encienden las luces de señal, no hace falta. Todos conocen la ruta, y que la primera parada –de cuatro- es en casa de Doña Ruba.
***

La familia de Doña Ruba recibe la parranda de los trovadores en su balcón. (Ricardo Alcaraz/Diálogo)
En la casa los esperan, y los parranderos se estacionan en plena cuesta que da hacia una loma alta. Allí golpea la brisa por lo que la gente se abriga o se acaricia los brazos para resguardarse de ese friíto –porque es poca cosa al lado del calor de tan inmensa trulla. A la orilla de la calle los músicos desenvainan sus instrumentos. Un acordeón, una guitarra, el tradicional cuatro, un güiro y un bongó, suenan al unísono tras la señal de Roberto, justo en el momento en el que, apostados frente a casa de Doña Ruba, ellos y más de una treintena de parranderos comienzan a trullar. Entonan el primer seis mientras Ruba y su familia, desde el balcón los miran.
-Si los Reyes caminaron,
de Egipto a Jerusalén,
para saludar al Niño,
nosotros vamos también.
Los trovadores rinden sus primeras décimas alusivas a la Epifanía. Deborah Rodríguez, “La Peligrosa”, es una de ellos. Ella, que también es periodista en Diálogo, es la sensación entre el tumulto. Los parranderos no lo disimulan.
-Ahora va la nena.
Cantan otros seis trovadores y acaba el primer seis. Ruba recibe a los parranderos. Los saluda uno por uno, deseándoles feliz año y mucha salud. En la sala todos se van acomodando y hay quien se asoma a la cocina. La mesa está repleta. Las botellas de cañita son las primeras en verse, pero también las neveritas de enfrente para quien prefiera la cerveza. Hay ron, pero no se olvidan de las Florecitas, esas galletitas dulces que son parte de la gastronomía puertorriqueña. Son pura azúcar y también el dulce sabor de los buenos recuerdos de la infancia de muchos. Son también el piscolabis oficial de la casa de los abuelos. No falta el queso y los pedazos de pasta de guayaba. Hay salchichón y galletas saladas, pero, sobre todo, ron cañita. Y en la sala se escucha al trovador terminar una décima.
-Darte un palo de cañita, esas son las navidades.

Los parranderos amenizan con un contagioso seis chorreao en la sala de la casa de Doña Ruba. (Ricardo Alcaraz/Diálogo)
Los músicos pasan primero a degustar lo que hay en la mesa. El gesto es prueba de la tradición y del estricto código de la trulla. Por unos minutos cesa la música. En la marquesina de Ruba, decorada toda de luces navideñas y guirnaldas de colores, instalan el equipo de sonido. Roberto, entonces, toma la palabra para agradecer y recordarle a los parranderos por qué están todos vestidos de negro, por qué a pesar del júbilo hay luto.
-Este año perdimos a Cele y a Guillo, y a ellos le dedicamos esta noche y esta parranda.
Se le quebranta la voz y todos guardan silencio por un minuto. Quien tiene un trago a la mano no toma ni un sorbo, y quien se reía a carcajadas ahora mira fijo al suelo. “Vamos a dársela”, exclama Roberto y sigue el parrandón.
Ahora, bajo el techo de zinc, la gente baila al mismo son, con el paso saltadito que los de pies izquierdos tratan de imitar. Los vecinos se asoman. Quienes pasan en sus carros bajan los cristales. Esos se llevan la pescozada de frío y la caricia de una melodía vivaracha y contagiosa. La casa de más arriba tiene un balcón que se convirtió en la pista de baile de una vecina. Ella baila sola, pero contenta.
El bongosero, con la misma llave con la que ajusta el cuero, le saca ritmo a los bordes de metal del instrumento. De pronto así improvisa un cencerro. Canta Janny Martínez, joven adolescente trovador de San Lorenzo, también Jonathan Nieves, otro joven talento. La primera parranda va acabando, toca visitar otros tres altares. Pero Ruba no quiere que se vayan.
-Si ahora es que está oscureciendo.
Son las 9:20.
***

En casa de Doña Carmen, los parranderos llegan y son bienvenidos entre abrazos y más aguinaldos. (Ricardo Alcaraz/Diálogo)
A las 10 la trulla toca la puerta de Carmen en el Barrio Calabazas. Y otra vez, la parranda entona el primer seis.
-Iban para Belén,
San José, María y el Niño también.
Iban para Belén,
San José, María y el Niño también.
También, también, iban para Belén…
Se repite la estampa del baile, botella y baraja en la casa de doña Carmen, hasta que casi a la medianoche la caravana sube la jalda, de regreso a Guayabota. Y entre curva y curva dan las 12. Y a esa hora la trulla canta a todo pulmón desde la calle.
-Vengo a traerte
el abrazo de un amigo,
y una parranda
que sabe a tradición.

El acordeón protagonizó, junto al cuatro, las melodías de todas las canciones de la parranda. (Ricardo Alcaraz/Diálogo)
Los recibe una familia, que desde temprano contaba con la mesa lista y servida en su marquesina. Al abrir la puerta, la dueña del hogar carga con su tableta para enseñarle a su hija –probablemente- en la diáspora, a través del Facetime, el parrandón boricua que, a la distancia, de seguro le calentaría el alma. Los muchachos tocan con el mismo ahínco de las siete de la noche. Roberto convoca a los trovadores a que afilen sus cañones, que llega el momento de improvisar. Les da el pie forzao’: “Y yo no quiero que muera”. Ahora se ven mirando al cielo o contemplando el suelo. Están pescando palabras, cazando versos, construyendo décimas desde el viento. Están haciendo lo que es la trova. Están haciendo Navidad.
Deborah lanza su décima y la gente la vitorea.
-Roberto, qué parrandón.
Entró a esta marquesina,
con música campesina,
ejemplo de mi nación.
Y como esta tradición
mi ser hoy la venera
digo en forma sincera,
en el llano o en la altura,
que esta es mi cultura,
y yo no quiero que muera.
Cada décima se desborda de orgullo por la tradición. También se desbordan los vasos de pitorro de coco y los platos pequeños con queso y salchichón. Y al que lo invada el sopor, le dan cañita y más baile. Falta una casa, que está al cruzar la calle, en la loma. Y allí les espera un sopón que a las dos de la mañana reviviría al trovador de voz sufrida para seguir trullando hasta la luz de la aurora, hasta pasados los Reyes en las casas de Puerto Rico.
Siguen trovando, esta vez en otro batey, y le echan el ojo a la mesa de la comedera, adornada por el pitorro de avena, las Florecitas y las salchichas de hot dog guisadas. El aroma del pernil acaricia las narices y abre los estómagos. Sirven el sopón y entonan más aguinaldos. Hasta un niño pequeño baila entre el bullicio. Ese niño que es la certeza de la ilusión y alegría, pero más que otra cosa, la certeza de que…
-“No se acaba na’,
no creas ese cuento,
que la Navidad, nosotros,
la llevamos dentro”.