El uniforme era azul clarito. El salón de clases tenía una tarima, una pizarra sencilla, a veces un mapa, y a la maestra Jimena. En la canción de introducción aparecían todos los clichés infantiles posibles montando lo que ellos llamaban un carrusel y, hasta ese entonces, yo había llamado los caballitos de fiesta patronal. María Joaquina, la niña rubia de ojos acuosos, hacía que otros botaran más agua por los ojos que todo el acuífero azul de los suyos. Recuerdo pocas cosas, más sí una escena muy viva. Sé que estaba el papá mecánico con el hijo gordito de “buen corazón”, el niño negro… sí se llamaba Cirilo, que sufría amarga y maliciosamente los desplantes de la rubia y el racismo descarado de esa niña malcriada. ¿Cómo podía quererla tanto? También recuerdo a Valeria, la del pelo largo negrísimo con espejuelos notables, ancestros de una Betty la Fea cualquiera. No la olvido porque por años me dijeron, te pareces a Valeria. No sé si como halago o referencia obvia a mi infantil nerditud. No tengo claros los rostros, los nombres y los niños en la memoria, pero me niego rotundamente a recurrir a la sabiduría del mundo para que me los arrastre por los pelos hasta mi cabeza. No los googlearé. Confiaré por un día en la evocación genuina, esa que recuerda lo que fue memorable al espíritu en esa precisa, única e irrepetible ocasión. Así que pues, al pensar en ese absoluto hit de Televisa, la telenovela Carrusel predecesora de cualquier RBD de la vida y con niños más pequeños, sólo puedo recordar el capítulo en que hacían una especie de baile de época en la escuela. Otra vez el disfraz, a fascinar la mirada del espectador. María Joaquina, creo que bailaría con Cirilo. Usaban enormes pelucas y unos trajes con más encajes que los de las divas del Moulan Rouge. Un gesto de la María Joaquina, una mirada de mujer en ese rostro pequeño, la maestra dulce mirando la escena, algo pasó y Cirilo la rescató. ¿Acaso eso decidí recordar? A veces es igual escribir desde la memoria que desde el olvido. Pero dejando los momentos de paja mental a un lado y de filosofía barata de aspirante a escritora, vayamos pues al recuerdo que llega, esta vez congelado en un rostro. -Cuéntame de tu niñez, me dijo la loquera un día. -No tengo claros los recuerdos y mucho menos los de la niñez. Le contesté y mirándola me regodeé en el rostro de esa mujer que se parecía tanto, tanto a la Maestra Jimena. Era igual y me provocaba la misma sensación, me hacía pensar en la escena del baile, la peluca, el disfraz. Quizás era momento de quitar la máscara y empezar a contar o por un gesto fortuito, a recordar. Esa tarde, por fin le hablé.