Cuando supe que viajaría un 11 de septiembre desde Nueva York pensé que escribiría sobre un pueblo y su cultura del miedo. Sobre cómo los atentados que cobraron más de 3,000 vidas hace 15 años colmaron de significancias (in)visibles un día, sobre los síntomas palpables del derrumbamiento de las Torres Gemelas. Imaginé un ambiente tenso. Pero acá estoy, sentada en el centro del aeropuerto John F. Kennedy, el principal en suelo neoyorquino, mirando la cotidianidad pasar.
Las velocidades de siempre, las miradas cansadas de regreso a casa. Nada de vigilancia adicional evidente. Nada de extrañezas. El aire liviano, efímero. El todo y la nada de costumbre.
Salí temprano del hotel porque imaginé que en este día onceavo transitar desde el centro de Manhattan sería lo mismo que quedar atrapada en el tráfico citadino multiplicado por más. Pero no. Tanta calma. Quizás las ausencias son otra forma de la memoria.
Cuando le compartí al taxista mi presunción de tráfico pesado, me respondió que los domingos no queda casi congestión vehicular en la ciudad. Pasó por alto -¿será?- que cuando hablé del día me referí al número, a los números, a la fecha. Me expliqué mejor. Precisé. Su tono árabe me escuchó, y se limitó a conducir en silencio. Cuarenta y siete minutos de mirada al volante. Nada -y todo- más.
Ruedan maletas. Un rótulo lee “no entre”, y todos obedecen. Por una corta rampa solo llegan quienes parten. Uno que otro se acerca a las cuatro pantallas rectangulares que a pasos de la entrada aeropuertoril sirve para orientar viajeros. Un rostro canoso camina despacio, lee, y como ya sabe hacia dónde andar, avanza. Cosa de sabios.
Dos niñas con mochilas rosas cruzan el espacio. Una fémina asiática carga un infante al hombro. Un muchacho lee una revista deportiva mientras carga su teléfono en el suelo. Una mujer dominicana me pregunta si puede esperar conmigo el vuelo. Le pregunto si se dirige a Puerto Rico y tímida me responde que a República Dominicana. La entiendo. Nos entendemos. La resistencia común. Tomo su boleto en las manos y me hago mapa.
Durante los últimos dos años -por puro azar del destino- he visitado este aeropuerto tantas veces que de a poco voy entiendo su cotidianidad. Las velocidades evolucionan según el momento del día. Los golpes de corporeidades andantes aparecen por filtración. Mucho tiene que ver el clima. El flujo multicultural siempre está. Y los silencios, los fríos, solo suelen escucharse muy tarde en la noche, ya cuando no quedan concesionarios abiertos y solo una que otra bombilla alumbra las mesas y butacas de espera. Hoy apenas son las dos de la tarde, pero ya hay hoquedades en el aire. Desde que me levanté esta mañana, de hecho, las siento.
Ya casi parte mi vuelo, y en mi país también me esperan silencios. Distintas formas del miedo. Las fechas de lutos han sido tantas. No cabrían -no caben- en un solo día. Las llevamos a diario en la espalda, en el andar apresurado, en la mirada incisiva, en la voz ahogada, en el sudor isleño.
Despega este avión como se elevaron cuatro -y más- un 11 de septiembre de 2001. Miro las nubes como las habrán observado cientos antes de fallecer. Como tantos oteamos el cielo en Puerto Rico cada tarde de arrebol. Para respirar o acaso intentarlo. Para encontrar oxígeno o al menos imaginarlo. Para perdernos en alguna forma del aire que nos permita seguir el vuelo. Para ver cómo se esconde el sol y desear con fuerza y ahínco presenciar su regreso, con o sin silencios. Para eso. Para desarticular el miedo.