Llegas a tu casa. Te miras al espejo. Te das cuenta de que frente a ti hay un tú que no necesariamente conoces. Mira como tú, se mueve como tú, pero no eres tú. Tiene tus gestos y tu cuerpo, tu risa y tu pelo. Su pasiva felicidad te aburre más que el sonsonete de una soga de una hamaca a punto de romperse de tanto rozar con el tronco que la sostiene. ¿Apetecible no? Ahora imagina que has conocido a tu gemela o gemelo perdido. Eres listo, has visto tu lado claro y tu lado oscuro en el espejo y lo encuentras de nuevo en esa persona similar a ti. Decides manipular con destreza a esa nueva imagen de ti que se te presenta fuera de un reflejo. Lo llevas hasta tu espacio. Lo logras. Escapas de tu vida y alguien sigue allí, cumpliendo con todo lo que te corresponde, mientras tú te vas a vivir una segunda vida, pero con cuerpo incluido, no una de esas segundas vidas virtuales que se viven hoy día en la red. ¿Suena apetecible no? Un verdadero desdoblamiento del yo. Ése era el planteamiento de una telenovela memorable, repetida más de una vez, duplicada como ella misma: La usurpadora, protagonizada por Gabriel Spanic, la pelirroja de piernas largas y voz demasiado fuerte para sus facciones delicadas. Encarnaba a Paola y a Paulina. La primera era la mujer aburrida de su vida perfecta; la segunda, la buena muchacha manipulada por su doble que acaba por enamorarse del marido de la embaucadora y derrocha su bondad en una familia ajena. Como siempre, la mártir y la martirio. Curioso, hay una flamenquera que se llama así, Martirio; ha de gozar mucho con ese nombre, tanto como la Paola. A todo el mundo en la casa de la familia televidente le caía mejor “la buena” Paulina, la que no gozaba porque gozar es el pecado de los mártires y para ser protagonista de una telenovela hay que saber llorar con pretensiones de lluvias huracanadas. A la niña de la casa le gustaba más Paola. Era más brava, hacía maldades, se escapaba a la playa con un hombre más guapo que su perfecto marido y durante 100 capítulos reía y reía. Secretamente, gustaba de esa mujer sin vocación de mártir, esa mujer que de católica, apostólica y romana no tenía un pelo, ese lado de un yo desdoblado que se permitía ser, hacer y deshacer. Ese yo doble, hecho dos cuerpos distintos, uno para el placer, otro para el dolor. Aunque, la verdad, entrar en el terreno del placer es andar por escabrosos recovecos. Pienso en las monjas, en las reglas que copaban los conventos de antaño, leyes sobre cuántos azotes eran permitidos. Imagino a una de ellas, sonreída después de propinarse el primer latigazo que la hizo sentir gotas de sangre densa y salada por la espalda. Pienso en esas mujeres de hábitos de telas blancas puras y limpias ocultando cuerpos de pieles supurantes. Quizás debieron darles dos cuerpos. Ahora la niña creció. Leyó de las monjas y los conventos, vio las telenovelas y se meció en tantas hamacas que rompieron sus sogas como le fue posible. Fue del sonsonete mágico de la hamaca mecedora a la caída vertiginosa. Ahora la niña escribe niñerías en la Web, desde uno de esos otros yo que tiene en el espejo virtual que le permite ser mártir, martirio, burladora y burlada. No fui yo. No fue quien escribe quien lo dijo. Fue la otra, quien quiera que sea, la que usurpó.