
Íbamos en el auto por la Roosevelt cuando mi hermano enloqueció. Hizo un viraje en U y aceleró en sentido contrario. Ella estaba en el asiento trasero y me miró divertida. Yo quise golpearlo pero eso empeoraría la situación. Sólo atiné a decirle que era un cabrón y que había escogido el peor momento para enloquecer. Tome el guía y cerré los ojos para dar otro viraje en U, ahora en sentido contrario. Eso vendría a ser la direccion correcta. Mi hermano frenó y se bajo de aquel automóvil entre el gris y el azul del tiempo. Discutimos en medio de la avenida. No había caso. Había perdido la cabeza y se retiró en medio de los bocinazos. Miré cuando ella se alejaba, trotando, hacía algún negocio cercano a la Iglesia de la Guadalupe. La seguí con la vista y en eso perdí el rastro de mi hermano. Lo único que restaba era colocar ese Chevy en medio de la acera. Y dejar de darle explicaciones a los conductores que pasaban, algunos con mal humor matinal. Estacioné el Chevy en la acera y traté de planificar una huída digna. Mi hermano no me importaba demasiado. Cada cual con su locura. Ya entraría en razon. Si me llevaba el auto ella estaría perdida en Puerto Nuevo. Eso sí, regresaba. Pero, en fin, fue ella quien abandonó la escena. Cuando decidí huir la vi acercarse en el espejo retrovisor. Venía con dos flamantes bicicletas cruzando la avenida, como dos galgos a cada lado. Llegó sonriente a mi lado y vi el rótulo con los precios: $59. Un solo problema. No tenían sillín. No había ninguna razón para dejar el Chevy con las llaves puestas, a su suerte. No tuve tiempo. Vimos acercarse una patrulla y, repito, no estaba yo para explicaciones. Nos montamos en las bicis y tomamos dirección a la calle Baleares. Mirando hacía atrás pude ver como la patrulla se detenía y los dos policías, con las manos en la cintura, miraban el auto. Pedalee lo más que pude, a la mayor velocidad posible. Ella, a mi lado, lucía feliz. Su larga cabellera parecía una bandera al viento. Como si se tratara de la avanzada de un ejército victorioso. Miré el semáforo del cruce con la Fernández Juncos. Luz verde a nuestro favor. Crucé la intersección victorioso. Ella, sin embargo, dobló a la izquierda y se alejó, diciendo adiós con la mano. Me detuve. Traté de planificar el próximo paso. O la próxima pedaleada. Entonces escuché la bocina del Chevy. Mi hermano se alineó a la izquierda. Entre al auto, dejando la bicicleta en la gasolinería de la intersección. No dijimos nada. Vi el boleto pillado aún en el parabrisas. Mi hermano lloraba. Pensé en que era necesario virar en U y buscarla. No era buena idea. Se había despedido con el rostro feliz. Era hora de despertar a la realidad. *El autor es escritor y profesor de la UPR-Río Piedras.