Hay información que muere tras leerse.
Por ejemplo, el último reporte de Amnistía Internacional sobre la situación en Medio Oriente expone que los cuatro conflictos armados en Siria, Irak, Libia y Yemen han provocado –solo en el 2015– el desplazamiento de sobre cinco millones de personas. El reporte detalla que –solo en el 2015– más de 250,000 civiles han muerto en Siria a consecuencia del conflicto armado entre los grupos rebeldes y las fuerzas militares del régimen de Bashar al-Assad.
Y hasta ahí.
Hay información que se olvida, y el olvido es una forma de morir.
Por ejemplo, estadísticas de la Policía de Puerto Rico nos recuerdan que el 2011 fue el año más violento con 1,136 asesinatos. En aquel momento había 3.7 millones de personas en la isla. Ajustado al estándar internacional, ocurrieron 30.7 homicidios por cada 100,000 habitantes.
Y hasta ahí.
Hay información, en cambio, que pasa desapercibida. Es decir, como si no existiera.
Por ejemplo: que el triángulo del norte de Centroamérica –El Salvador, Guatemala y Honduras– es el rincón más homicida del mundo, con 64.2, 31.2, y 74.6 asesinatos por cada 100,000 habitantes en el 2014, respectivamente. Que el 2011 fue también el año más violento en Honduras, con una tasa de 93.2 homicidios.
Que por la frontera guatemalteca pasa el 90% de la cocaína que se produce en Colombia, se trafica en México, y se consume en Estados Unidos.
Que en las hacinadas cárceles salvadoreñas a los presos –sean civiles o pandilleros– los reducen a sangre y huesos, y los bajan por el inodoro.
Que el costo para una persona que huye –un verbo menos eufemístico y más certero que “migra”– hacia los Estados Unidos ronda los $7,000. Que la tarifa anterior deberá incluir los $200 por cabeza que cobra el cartel mexicano Los Zetas, porque de lo contrario, significa el fin de la ruta, o más propiamente, de la vida del que huye.
Que en toda esa información se ocultan historias. Que esas historias las protagonizan personas. Que a esas personas –miles, millones– les ha tocado vivir la violencia. Y que un periodista se ha encargado de que esa información no pase desapercibida.
Es decir, que exista. Que no quede ahí.
Óscar Martínez habita en el rincón más homicida del mundo. Con la crónica como refugio y recurso narrativo, ha logrado publicar –y teorizar– sobre la normalización de la violencia en Centroamérica y sobre por qué en la región “nunca hemos vivido en paz”.
Nacido a inicios de la guerra civil salvadoreña en 1983, el periodista de El Faro (el primer medio digital latinoamericano) compiló en su más reciente libro, A History of Violence: Living and Dying in Central America (2016, Verso), 14 crónicas traducidas al inglés producto de su trabajo entre marzo de 2011 y enero de 2015. En ellas, narra eso que el alemán Wolfgang Sofsky ha llamado la “violencia absoluta”: una que no necesita justificación, que se basta a sí misma, que impera como acto.
Son múltiples los protagonistas retratados por las palabras de Martínez. Policías, militares y políticos que como mínimo son corruptos y como máximo asesinos. Narcos y coyotes traficantes de drogas, de armas, de inmigrantes, de mujeres pronto a ser esclavas sexuales, de niños. Mareros –o pandilleros– que violan, extorsionan, apuñalan, desaparecen, matan. Jueces que no enjuician. Personas que sobreviven. Y periodistas –pocos– que escriben de esto.
El autor también se cuida de historiar las causas de ese fenómeno violento. Por una lado, es todo un siglo XX de violencia que, grosso modo, se puede trazar desde las sublevaciones campesinas en la primera mitad hasta las guerras civiles subsidiarias en la región a causa de la Guerra Fría (1947-1991) y, desde entonces, un periodo de posguerra hermético a la paz.
Mas por el otro –y aquí el énfasis, como gota que resquebraja la piedra, del periodismo de Martínez y de por qué sus crónicas se tradujeron al inglés en A History of Violence– es un siglo que ha sufrido los resultados de la política exterior estadounidense en Centroamérica, considerada por los norteamericanos como su patio trasero.
De esta se deriva, en gran parte, la contemporaneidad de esa “violencia absoluta”: la huida masiva al norte por la violencia de las guerras civiles; el trayecto migratorio violento en sí mismo; el ecosistema violento al que fueron relegados muchos de esos migrantes –particularmente en el sur californiano, donde originaron las pandillas Barrio 18 y Mara Salvatrucha–, y la deportación violenta a finales de los ’80 y principios de los ’90 de los migrantes convertidos en pandilleros, soltados en una intemperie conocida, en sus países que experimentaban el inicio de una débil posguerra.
Países que hasta hoy ven todavía una circulación ilegal de armas, una fisura abismal de clases sociales, una fragilidad estatal –en la inseguridad pública, en la falta de educación, en la pobreza y la poca creación de empleos dignos– y una política antidrogas estadounidense que no entiende cómo con el corte de cabeza de un narco florecen tres más poderosos.
Son terribles los asuntos que conforman la realidad de Martínez, pero pocas veces la prosa sutil, la violencia irracional, la miseria humana y el periodismo exquisito confluyen –hermosa y terriblemente– en juegos de palabras amotinados como crónicas. Su libro, además, es una referencia invaluable tanto académicamente –para los estudios antropológicos, sociológicos, de género, de violencia y de periodismo– como en su carácter más general, ese de informarnos sobre las realidades de una zona tan cerca y al mismo tiempo tan invisible para los puertorriqueños.
Plantea Sofsky que la violencia domina de principio a fin la historia de la humanidad. Que, dicho de otro modo, la violencia es el mito fundacional de lo social. Las crónicas de Óscar Martínez son la materialización –tristemente– de esa idea.
Esta reseña forma parte de la serie de reportajes sobre la violencia en Puerto Rico. Aquí los artículos:
Asesinatos, ¿el pan nuestro de cada día?
La prensa y su cobertura estandarizada de la violencia
Las mujeres en las estadísticas del crimen