A los once años quería ser dueño de mi propia empresa de café. Todo empezó cuando un día mi abuela materna, golpeada por un ventarrón de nostalgia, desempolvó un viejo molinillo doméstico que, después confió en mis manos, entendiendo que yo era lo bastante sabio y cuidadoso para darle el uso apropiado. Así fue como a los once años me convertí en todo un experto sobre las marcas de café y sus oscuras fragancias, y yo mismo me envenené probando diversas formas de degustar el café en el intento de descartar la forma tradicional de beberlo.
Fue así como Zaida de Jesús, la supervisora de la oficina de radiología en la que entonces mi mamá trabajaba, se enteró de mi inusual aficción agrónoma y un día desató su poder diplomático y llamó al supervisor de Yaucono, a quien solo recuerdo por su apellido: el señor Pacheco. Le habló de mi curiosidad, y consiguió para mí una visita a la torrefacción. Sé lo que Charlie Bucket siente en su corazón cuando consigue el Golden Ticket para entrar a la fascinante fábrica de Willy Wonka, porque yo lo viví, por la misma edad. Pero hace poco pasé por allí. Más de diez años después de aquella enardecedora visita a la fábrica humeante, detrás de la Discoteca Circo: sólo quedan vientos y persianas a medio caerse.
Pero ese hoy triste espacio de Santurce que por fortuna vi con mis ojos jóvenes cuando todavía relumbraba, tiene una interesante historia que yo leí y releí como un cuento hasta casi sabérmela de memoria como si la hubiese vivido.
En el 1896 llegó de España a Puerto Rico don Miguel Ruiz, un peninsular del que sólo nos queda el eco de su nombre, y estableció en Miramar una torrefacción de café rudimentaria que vio la invasión Norteamericana y aguantó las desgracias después del Huracán San Ciriaco en 1899. Empezando el Siglo XX, el café estaba en un suelo lábil, y de acuerdo al documento del que saco estos datos: no fue hasta el 1910 que el café puertorriqueño empezó a recuperar su sitial en los mercados europeos. Es en el 1911 que llega a Puerto Rico Tiburcio Jiménez, sobrino político de Miguel Ruiz, quien fallece en el 1912, año en el que ocurrió un suceso del que escribiría el ensayista nuestro Nemesio R. Canales: el hundimiento del Titanic. Es a un tal Tomás Prado a quien se le debe la creación de la marca “Yaucono” en el 1914. Una rupestre pero ingeniosa idea fue la inscripción que comenzó a aparecer en las paredes de las calles de San Juan: “Yaucono, ¿qué será?”, una táctica para azuzar la atención de los consumidores y crear una expectativas acerca del producto.
Pero no es hasta el 1916 que don Tiburcio Jiménez y los demás herederos de Miguel Ruiz adquieren la marca, un año antes de que los herederos de Ruiz vendieran su parte del negocio. Don Tiburcio se establece de una vez por su cuenta en la Calle del Culto (Parada 21) en Santurce con la marca “Grano de Oro” en el 1918. El uso de un nombre que no era Yaucono nos deja saber que no podía usarla hasta que no consiguiera ser dueño de la misma. La asociación de don Tiburcio Jiménez con Juan Fernández fue una estrategia que consiguió adquirir la marca Yaucono, que ya tenía una reputación probada en el consumidor. Esto ocurrió en el 1920, porque en el 21 los dos socios adquirieron los terrenos para la construcción del edificio que hasta el 2010 estuvo funcionando en la Avenida Fernández Juncos de Santurce.
Juan Fernández se marchó a España en el 1923. En cambio, Tiburcio, esposo de Marcela Gándara, se quedó al frente del negocio. Terminó el edificio en la Parada 17 y en aquel espacio, que fue casa de la familia y torrefacción a la vez, nacieron y se criaron sus hijos María Elena, Carmen Dora y José Enrique.
La adquisición de una tostadora alemana en el 1920 modernizó la empresa y en una foto se aprecia una flota de cuatro calesas tiradas por caballos y dos automóviles que distribuían por la isla el café Yaucono, entonces empacado en una caja de cartón marrón con letras blancas. En los empaques de entonces se lee: “San Juan, PORTO Rico”, lo que nos remite a ese cambio del nombre de nuestro país en el que se le puso una O en vez de la UE que tanto trabajo le costaba a los gringos pronunciar.
Yaucono, como una de las cabezas de la industria cafetalera, volvió a enfrentar otra hostilidad: el azote del huracán San Felipe en 1928. Juan Fernández regresa de España en el 1931 para venderle su parte del negocio a su socio Tiburcio Jiménez. Sin embargo, todavía hasta el 2003 se podía leer en los empaques la inscripción histórica: “Jiménez & Fernández Subtorrefactores”, algo que quedó así como un compromiso de la amistad original de los socios que compraron la marca a los herederos de Miguel Ruiz.
Yaucono sobrevivió con mucho puje a la Gran Depresión, y en el 1932 otro fragoroso huracán, San Ciprián, acabó de tumbar la industria en general, y don Tiburcio se vio obligado a cerrar la torrefacción completamente dos veces para la década del 1950. Sin embargo, las reapariciones de Yaucono en el mercado traían respuestas inmediatas y las ventas ascendían superando a los años anteriores. En el 1957 don Tiburcio incluye en el trabajo a José Enrique, su hijo, y en el 1958 Puerto Rico contó con la mayor cosecha de café desde el huracán San Felipe: 350,000 quintales.
El nombramiento de José Enrique Jiménez Gándara como jefe de Ventas y Mercadeo en el 1960, decidió lo que se conocería en todo Puerto Rico como el mejor café autóctono. Es verdad que se exportaba al mundo otras marcas de café, como el cialeño, pero la marca Yaucono fue a la cabeza de lo mediático: “Por el gustito yo lo sé, Yaucono es el mejor café”.
Don Tiburcio, de otra guardia, tuvo algo de resistencia al principio con las ideas de su hijo, pero la era de publicidad había llegado y en el 1965 se retira de una larga carrera dejando a su heredero como presidente. Diez años después, el 6 de septiembre de 1975, fallece don Tiburcio Jiménez.
Es para estos años que surge un personaje icónico de la publicidad de la empresa: Mamá Inés, “jefa de control de calidad”, una negra robusta vestida de azul y un vistoso paño amarrado a la cabeza, con los bembes pintoreteados de rojo intenso, que guiñaba el ojo ofreciendo una tacita de café. “Ay mamá Inés, Ay mamá Inés, en Puerto Rico tomamos café…”
En el 1969 el gobierno eliminó el subsidio a la exportación y tras más de doscientos años, terminó la exportación del café puertorriqueño a Europa. En el 1977 el precio del café aumentó de $ 1.10 hasta $ 3.80 la libra, ocasionando un nuevo reajuste en todo y provocando que en ese año la empresa funcionara dos o tres veces a la semana solamente. Hoy, en el 2015, la libra cuesta cerca de los seis dólares. En el 1996, Yaucono, como marca probada de la industria cafetalera puertorriqueña, celebró los 100 años de existencia. Los herederos de Jiménez & Fernández vendieron la marca a Puerto Rico Coffee Roaster, los que producen a su vez el Café Rico. De Santurce, ahora Yaucono se mudó a Ponce, para seguir existiendo como marca codiciada en el mercado internacional.
De niño, pensaba que Yaucono tenía un secreto sublunar bajo llave. La verdad es que de adulto me enteré que el café se tuesta de 14 a 16 minutos y que no hay más magia arabesca que esa, a menos que uno quiera carbonizar los granos y echarlos a perder. Hace poco un amigo me contó que su papá fue a un restaurante de Suiza, pidió el mejor café de su oferta, y la que no se esperaba es que le trajeron una marca de café cialeño, de una isla en el caribe que se llama Puerto Rico. Aún Eduardo Lalo, en su recién premiada novela, elucubró algo sobre lo visceral que es el café en nuestra sociedad puertorriqueña:
“¿Qué queda de los hombre y mujeres del País, sino el paso del café y de la leche por alguno de los tubos de acero, por alguna de las manijas de plástico por las que se vierten los cafés de los siglos de esta Isla?” (Simone, 60)
Saqué todos estos datos de un calendario esmirriado del 1998 que Yaucono preparó como conmemoración del inicio de su segundo siglo. El calendario me fue obsequiado por el señor Pacheco, supervisor en el 2001, cuando yo soñaba con convertirme en un empresario de café y tuve la oportunidad irrepetible de pasear por las instalaciones cuando todavía se agitaban las poleas y las bobinas que durante casi un siglo pulverizaron el café que llegaba a nuestras casas.