Si algo indiscutible se puede constatar sobre Quentin Tarantino es precisamente su amor por el celuloide. Y no hablo precisamente del nitrato de celulosa, sino de esa pulsión casi obsesiva de hacer de cada uno de sus filmes productos intrínsecos del séptimo arte. En cada uno de sus trabajos, las decisiones narrativas y estilísticas son apropiaciones enteramente cinematográficas, haciendo uso de todo el lenguaje fílmico que el director ha adquirido con los años y creando una amalgama de géneros, un pastiche que es casi tributo, casi parodia, pero que sólo puede ser descrito como “tarantinesco”. Su más reciente trabajo, Inglorious Basterds, aunque no aporta nada nuevo a su filmografía, no es la excepción. Desde la secuencia inicial de créditos hasta que el proyector deja de correr, la cinta tiene todo los elementos que se destacan en el lenguaje del cineasta. En Inglorious Basterds el espectador debe estar preparado para una inventiva y fluidez visual extraordinaria, unas interpretaciones deliberadamente ‘camp’ (aquí mas que en ocasiones anteriores), violencia estilizada, humor negro y selecciones musicales memorables y atemporales. Por último, y esto quizás siendo su marca de autoría, las largas -en este caso demasiado largas- secuencias de diálogo. Este detalle es el mayor desacierto del filme. Lograr una sinopsis apropiada parece improbable, veamos. Inglorious Basterds se desarrolla en Francia, ocupada por la Alemania Nazi durante la Segunda Guerra Mundial, o al menos la guerra que Tarantino concibe. Cuenta dos historias paralelas: la de “los bastardos”, una tropa del ejercito de Estados Unidos liderada por el Teniente Aldo Rayne (Brad Pitt) y que tienen como propósito simplemente “matar nazis”, y la de Shosanna Dreyfus (Melanie Laurent), una joven judía que escapó del coronel de la SS, Hans Landa (Christoph Waltz, mejor actor en el Festival de Cannes 2009). Resta por decir que sus caminos se entrecruzan con más de una veintena de personajes secundarios en una absurda misión, cuyo fin es acabar con Adolfo Hitler y Joseph Goebbels en una premier cinematográfica a la que asisten los siniestros líderes nazis. El filme, estructurado en 5 capítulos (aquí vuelve a usar la estructura con la que armó Kill Bill), tiene momentos geniales, entre los que figuran, un montaje sobre el carácter inflamable del celuloide; un juego de adivinanzas; una interrupción inesperada de la premier a la que fueron Hitler y Goebbels, así como una escena en la que Brad Pitt habla en italiano, uno de los aciertos más cómicos en el canon fílmico de Tarantino. También merece aplausos el tono: éste es el único trabajo de Tarantino que está enmarcado en una situación real abordada desde una perspectiva artificiosa. Así es como el director se asegura de no herir sensibilidades ( recordemos que el Holocausto sigue siendo un tema muy espinoso). Lamentablemente, todos estos aciertos se encuentran desparramados entre escenas que parecen no tener fin. Creo que este es el guión más débil de su carrera. Por primera vez, las palabras que lo hicieron único lo traicionan, y lo que queda son retazos de aquella agudeza demostrada en Pulp Fiction hace 15 años. Una selección de material más cuidadosa, menos afectada, podría haber hecho de la cinta otra obra maestra, pero éste no es el caso. Mención aparte merecen los actores, en su mayoría excelsos, sobre todo Waltz, quien probablemente recibirá una nominación al Oscar, si es que aún existe justicia crítica en el planeta ‘holiwudense’. El único que se estrella monumentalmente es Mike Myers, en una actuación sin ton ni son, más ‘kitsch’ que ‘camp’. Me parece pertinente a la luz de Inglorious Basterds repensar la posición que ostenta Quentin Tarantino en la cinematografía mundial. No hay duda de su singularidad ni de su inmensurable energía estética, pero existe una diferencia entre ser un autor cinematográfico y repetirse. Sus inclinaciones particulares como cineasta deben siempre ser puestas en función de una búsqueda y no de un retorno. Hace falta Tarantino. Hasta Kill Bill, su obra ha encontrado una armonía perfecta entre forma y contenido, con un despliegue de elementos de la cultura popular, que sin pretensión alguna que no sea entretener, alcanza a ser arte. Que quede claro, Inglorious Basterds esta muy lejos de ser un fracaso. De hecho, es con toda probabilidad una de las mejores películas que he visto en lo que va de año. Pero dentro de una carrera tan prolífica y excitante como la del joven cineasta, resulta un pequeño tropiezo. Al cine de Tarantino lo han podido catalogar de muchas cosas, pero nunca de aburrido. Creo que con esta última entrega se le hará muy difícil quitarse la etiqueta que lee: Hello! I´m boring.
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