
Lo repite como sonsonete, como máquina recién cargada de baterías, como robot japonés cuyo mecanismo es la quintaesencia de quién sabe qué. “El único peligro de venir a Medellín es que te quieras quedar”. “Peligro” y “Medellín” van juntas, suenan a costumbre. Quedarse y querer suenan extranjeras, ajenas a esa oración. Quien lo repite es un niño: el Cartucho. Tiene 12 años, es rubio, de pecas saltonas como sus ojos. Es el más pequeño de la Familia Flores, una especie de cartel de familia feliz que anda por las calles de Medellín —sobre todo en Feria de Flores— dando testimonio del ideal de familia que se quiere en la ciudad. —Nosotros nos vinimos para acá para Medellín; convencimos al abuelo de que ésta era una ciudad nueva, distinta, sin violencia… Entonces con la ayuda del gobierno conseguimos un préstamo en el Banco de las Oportunidades y ahora tenemos una empresa de textiles. Rosa Margarita Flores, así con todos sus pétalos, es la madre y cabeza del grupo; anda con ramilletes por la calle, y a la más mínima provocación le colocará un pompón o hasta un girasol en la cabeza. El padre, Pedro Clavel, habla poco o casi nada. El abuelo, Don Floro, habla mucho o casi todo. Con ellos anda Liz Violeta, una adolescente zalamera, y su novio, que se llama así nomás: Novio. Con ellos va el Cartucho, el Cartuchito, así en diminutivo, como casi todo aquí en Colombia, sobre todo si son favores o comidas… el maicito, el prestamito. Al principio me sonaba añoñado, plegostoso; ya después de un par de días no importa. Como arepas con maicito y arrocito… tan divino. Dejarse añoñar es fácil; no dormirse mientras pasa es el problema. De la familia Flores no se sabe cuál nombre es propio y cuál han inventado, pero poco importa. Son la ficción posible. Los encuentro en la calle, con sus flores incrustadas en orejas, manos y sombreros. Van a ver un espectáculo en uno de los parques de la ciudad. El niño se acerca a hablar: “yo a todo mundo que veo le regalo una flor”. A la margarita africana roja le sigue una trova, que suena más a un eslogan de turismo en cuartetos octosílabos. La dice con voz de campesino anciano que por momentos se confunde con un joven estudiante de actuación. Así, formalito. Es un niño raro. Raro porque no hace preguntas, las contesta. No sé aún qué me provoca. “Yo voy a ser el Rey de la Trova”, dice, más bien declara, lo afirma con las certezas que pueden tenerse a los 12 años en una ciudad de carteles nuevos, aún sin arruinarse por lluvias y soles o balas y bombas.
“Quiere a Medellín”, “Obra con amor”, “Sigamos construyendo la ciudad que soñamos”, “¡Felicidades Uribe, sos un berraco!”. Eso leen los carteles de Medellín; te insisten en que te pongas el cinturón de seguridad, en que cuides tu ciudad, en que la mantengas limpia… carteles que hablan de bienestar, carteles sin pinta de Pablos Escobares. La campaña de optimismo abruma, apabulla. De repente me veo perturbada por tanto desparrame de sonrisas y no logro distinguir entre falsas y sinceras. De repente me siento un poco mala gente y quiero que no me den ganas de reír las bondades, la candidez en el trato, el desbordamiento de atenciones, pero no pasa y me río y me siento incómoda y me extraña todo eso. A todo uno se acostumbra: al silencio en los ascensores y la ausencia de “buenos días”. *** Llegué un domingo a Medellín. Me recibió un chico de 18 años en un hostal lo que se dice mono. Decirle que soy puertorriqueña fue acercarlo a Dios. Le brillan los ojos. —¿Conoces a Daddy Yankee?— me pregunta el chico. —Sí— le respondo escueta. —Tiene concierto el viernes con Aventura. ¿Pero lo conoces así de hablar con él? ¿Lo has visto? —insiste como si una respuesta afirmativa lo acercase, por la teoría de los seis grados de separación, a su deidad reguetonera. El chico rompe noche, trabaja de diez a seis de la mañana y se lamenta de no poder llegar a ver temprano a su noviecita que aún está en el colegio. Pero vuelve a lo que le interesa: ¡Daddy Yankee es mi ídolo!, me insiste con los mismos ojos de hipnotizado fácil. Antes del espanto, recuerdo la maestra que enseña a sus alumnos rima asonante con la canción de la gasolina que rima con turbina, con discrimina, con avecina. Se lo cuento. Le hace gracia. “Aquí los que riman son los trovadores”, me dice. Pica la curiosidad. Trova, Medellín, dos palabras más hermanadas. Salgo a la calle. Una mujer policía con cara de madre noble seudo virginal de telenovela me indica las direcciones; casi me lleva de la mano hasta la esquina y lo hace con mucho gusto. Los carteles vuelven a recordarme que quiera a Medellín, que cuide mi ciudad. Me doy por aludida; aunque el tú retumba un poco, siento a Medellín un poco mi hija, medio mi responsabilidad y no ha pasado un día. *** —Yo tenía 18 años. Eran otros tiempos. Andaba con Minisicuí, Germán Carvajal. Hacíamos pareja de trovadores; a la gente le gustaba así, nos contrataban en parejas para fiestas y cosas. A veces nos avisaban de una y cuando llegábamos al lugar sólo había 15 personas y estaba ese señor allí. Había que trovarle o incluso trovar con él. Me acuerdo que le trovaba: cómo usted tan millonario, se viste tan ordinario. Algo así era. César Augusto Betancur, Puchero, es uno de esos que fue Rey de la Trova tantas veces. Ahora escribe telenovelas, vive en Bogotá y esconde los gestos que acompañarían su relato bajo unas anchas gafas de pasta. Lo cuenta sin matices, como decir buenos días. Trovarle a Pablo Escobar o a la Señorita Colombia vendría a ser la misma cosa, a juzgar por el tono de su voz. Suerte que hay más que eso, un gesto de alivio que leo en su rostro o que quizás invento porque lo necesito.
—De los años duros de Medellín son muchos recuerdos y muy dolorosos. Es una historia muy larga con gente del narcotráfico, con capos, con fiestas que ellos organizaron en aquella época. Ellos buscaban todo lo que era creativo, novedoso, arte, todo lo que querían tener, y creían que con su dinero todo lo podían conseguir. Nosotros empezamos a figurar en los Festivales de la Trova, que eran masivos; los trovadores eran famosos y nos buscaban para ir a toda clase de eventos. En algún momento uno podía encontrarse en una finca privada con Pablo Escobar, que era además un gomoso, que se aprendía de memoria trovas que habíamos relatado en el concurso. Nos asustaba mucho; no nos gustaba ir a ese tipo de cosas porque la trova tiene la facultad de decir lo que quiere decir y muchas veces te obligaban a decir lo que ellos querían decir y además era una época donde la violencia se ejercía muchísimo en ese tipo de fiestas; era lo normal llegar a una finca y masacrar a todos los que estuvieron allí fueran involucrados o no. Eso sucedió muchas veces; muchos artistas y muchas orquestas perecieron en esas circunstancias. Vivimos muchas cosas que atentaban contra la inocencia y contra nuestra dignidad como personas, muchos excesos en todos los sentidos; estuvimos con todos los capos del narcotráfico, recibimos amenazas. De esa época aún tengo muchísimas fobias y tengo un aborrecimiento impresionante por todo eso. Lo cuenta distinto Germán, Minisicuí o Marinillo —tiene muchos nombres y es otro que ha sido Rey de la Trova Antioqueña más de una vez. Hace 11 años que no trova, al menos no profesionalmente. Ahora organiza eventos culturales, trabaja con el Festival de la Trova (que lleva celebrándose desde 1975), y en parte lo hace porque quiere que, en vez de que los trovadores lleven su arte a cinco mafiosos, canten para cinco mil medellinenses. Germán es comediante, pícaro, gracioso sólo por aparecer; se le ve lo de jodedor. Cae bien. Podría ser vendedor. Le vendería neveras a esquimales con facilidad. Ha sido trovador, conoce de mezclas de frases, de recetario de palabras eficientes. Pero al hablar de eso, de los años en los que trovaba de narcos y muertos, hay que mirarle un poco más la cicatriz finita y olvidada que le atraviesa la nariz y la mejilla derecha. No le pregunté cómo se la hizo. Está ahí la marca y eso es suficiente. Quizás fue afeitándose o alguna tontería, pero el cronista quiere señas y ese rostro marcado, con relieves, montañoso, las ofrece. Me vendió su cicatriz y se la compré. —La distancia más corta entre dos personas es el humor. Convertir la tragedia en humor es lo que nos ha tocado a los colombianos para poder sobrellevar tantas tragedias que todos los días vivimos. Colombia es un país donde suceden muchas cosas al tiempo; no hemos terminado de digerir una noticia cuando ya se nos cambia el panorama a otra y el trabajo que hemos hecho los trovadores en los medios de comunicación es ayudar a hacer catarsis de esas cosas que suceden… tratar de conectar la realidad con esa ficción. Somos contadores de historias. La historia de Medellín, oscura y violenta, la contamos en su momento los trovadores, incluso corriendo riesgos de seguridad. Hubo festivales de la trova donde trovadores fueron amenazados y trataron de ponerles mordaza. La trova hoy se parece mucho a la ciudad que está viviendo; la ciudad se ha ido recuperando, y ésa es la trova de hoy, cuenta esa transformación. Germán habla y los demás asienten, hasta el director del Festival, Leonardo Jiménez. Hay un respeto por la experiencia. Pero justo cuando la charla se pone seria comienzan los chistes. —Ah, que aquí habla el más viejo… que dónde dejó el tanque de oxígeno —joroba “El Alacrán”, uno de los clasificados para la final de trova. En medio de la conversación, en el Parque de los Pies Descalzos, se atraviesa el Cartucho. Saluda. Es carismático, no se le puede negar. Unos músicos mexicanos lo reconocen. Les da la bienvenida en trova. “Oye, Cartucho, anda una trova nueva que esa ya la sabemos”. El niño se desfigura y por unos segundos luce perdido, pero arranca con otro verso también muy celebratorio de la ciudad. La Medellín que narra es perfecta, idílica, paradisíaca. Puedo imaginarla; la vivo un poco. Es posible que exista. *** “¿Cómo le ha gustado Medellín?”, es la pregunta que se contesta todo el día a los taxistas, a quienes se les piden direcciones, a los paisas que todo lo hacen con mucho gusto, tanto gusto que desconcierta o por lo menos enrarece el gesto. Algo a cambio han de querer, dicta la suspicacia. Asumen culpas si se te ha perdido algo, se sienten mal porque los colombianos bailan salsa de lado y no hacia al frente a lo boricua; es su culpa si hace calor o si eres vegetariano y hoy han cocinado chicharrón para bandeja paisa. Les deben todo a todos, pagan tributo diario y lo hacen con mucho gusto. Pero me ganan un poco y de repente me siento como ellos dicen… tan querida.
Es Feria de Flores y la amabilidad se exacerba. A 14 periodistas iberoamericanos los recibe el alcalde, los trovadores, los silleteros, la Familia Flores, que siempre está. Hay sonrisas de dentista y bienvenidas infinitas. Son paisas y son formales, no hay por qué especular. Pero agobia un poco la pompa matizada por discursos optimistas de ciudad emprendedora. ¿Por qué será que siempre se desconfía del optimismo? En este punto ya me siento malagradecida. “Esta ciudad no es lo que era antes. Hoy en Medellín puedes salir a la calle con tus amigas a cualquier hora. Hay tanta seguridad. De verdad que el único peligro de venir a Medellín es que te quieras quedar”, repiten de muchas formas, muchas voces, coreando casi. Se narran una ciudad, nos narran una ciudad que existe y no existe tanto. En dos días aquí mataron a 20 personas. En dos días aquí se vieron niños de todas edades y estratas sociales jugando en parques, leyendo en bibliotecas anunciadas en carteles nuevos, prolijos, incluso lindos. “Centro Comercial El progreso”, lee un cartel envejecido en el Hueco, un mercado enorme de hombres brillando cacerolas y mujeres con micrófono anunciando la pantaleta más fina. Se puede comer papaya cortada en trozos a mil pesos y perderse en una suerte de medina en la que en vez de telas se compran pantalones ajustados —que digo ajustados, ajustadísimos— y en lugar de mochilas pintadas con tintas violetas se compran maletas baratas para viajes largos. Los hombres aventados te dicen “mami”, “mamita”, “muñeca rica”, y de pronto estás en el Paseo de Diego en Río Piedras con Frankie Ruiz de fondo y el arroz con habichuelas aguacatado en la nariz. Es hora de almorzar. El trago de aguardiente baja condescendiente; es ron de anís, el chichaíto de la Isla. Qué difícil es irse de casa. *** Carvajal, el Marinillo, regresa de la memoria que le congeló la cara, se ríe de sus años que da por pocos y sigue. “Aquí los guerrilleros, los futbolistas, los sicarios y los trovadores tienen apodos”, cambiamos el tema por lo fácil, por el juego. Y los tienen. Vitamina, Mazamorra, Caneca, Año Viejo, Candela, Crispeta, Manigueta… son muchos, suenan a melcocha… Culebro, El Calentador, Lamparita, Gelatina, Huracán, Tutifruti, La pulga… son bastantes y suenan a fiesta patronal… Golosina, Don Tranquilo, Paso e Reina, Frisoles, Cemento, Mantequillo, Pelusa, Galleta… son tantos, objetos con comida, animales con ademanes. —Yo soy Albóndiga porque cuando era pequeño estaba gordito y así me quedé. Lo dice Juan David Sánchez, de 14 años, esa edad de bigotes tan incipientes como las dudas. Junto a Harrison Agudelo Cardona, de 15 años, es maestro de trova para chicos más pequeños del Barrio Caicedo, uno de los más… uno de los más, con eso basta. Allí laboran en una de las múltiples escuelas de trova para niños que hay en Medellín y que han surgido como parte de la iniciativa del anterior gobierno del alcalde Sergio Fajardo y del actual liderado por Alonso Salazar, que designó un presupuesto de $50 millones a proyectos culturales, un 5 por ciento del presupuesto general. Harrison y Juan David hablan como adultos, parecen tan resueltos. Han oído de la violencia y mientras uno quiere quedarse a hacer su vida aquí, el otro quiere salir a contar. —Yo tengo familia que vive fuera, y todo el mundo les dice Medellín Pablo Escobar, y yo quiero que la gente sepa que es distinto. Lo dice Albóndiga, con tono de precoz magisterio. Sus madres los acompañan. El barrio es otro, dicen. Lucen tranquilas y cansadas. Agradecidas. Como ellas, muchas madres y padres de Medellín diariamente acuden a los parques biblioteca, a los talleres y cursos de arte en los barrios más afectados por la violencia que son parte de la propuesta que, de momento, ha redundado —junto con otras variables—, en una notable merma en los números de asesinatos violentos y que ha desbancado a Medellín del título mundial de la ciudad más violenta del mundo. De 6,349 asesinatos documentados en el 1991 (un promedio de 381 asesinatos por cada 100 mil habitantes) en el año 2003 se alcanzó la cifra de 771 asesinatos violentos (un promedio de 29 muertes violentas por cada 100 mil habitantes). —Aquí en Medellín nosotros siempre queremos ser los mejores en todo, hasta en lo malo. Eso dijo Juan Diego Mejía, ex encargado de Cultura en la ciudad tratando de explicar esa idiosincrasia paisa tan suya, tan de la región, sin réplica en el resto del país.
El número no se ha sostenido. Ya en el 2008 se documentó una cifra ascendente de 1044 asesinatos al año (33 de cada 100 mil), y ya el 2009 igualó el número en apenas 7 meses. Pero el taxista dice que esto es el cielo. Me lo dice mientras pasamos bajo un puente repleto de familias que viven allí. Al llegar al hotel, se escucha en la radio del carro el famoso voy a decirle adiós a los muchachos, porque mañana me voy para la guerra, “La despedida” de Daniel Santos. Los carteles de Medellín anuncian fiesta, mientras las bandas de Sebastián y Valenciano riman con balas y acaban en números pares. Van 20 muertos en la semana y contando. “Pero eso no es nada señorita comparado con como era esto antes”, me insiste otro taxista que suena igual a Cartucho, a toda la Familia Flores, a la gente en la calle, a la mujer policía; todos me cuentan del antes y el ahora. Será que no matarse es un lujo y yo no lo sé. *** Llueve y la gente sigue allí. El público ha de ser de unas 10 mil personas. El Parque de los Deseos está repleto. Gente tirada en el piso observa el espectáculo en pantallas desplegadas por todo el lugar. Otros se aglomeran como una masa uniforme que aplaude, grita y canta a la vez, como en misa, en automático. Es la final del Festival de la Trova en la Feria de las Flores de Medellín. Es viernes y ya ha pasado el Desfile de Silleteros; ya se han cargado las flores en las espaldas, flores gordas, densas que huelen a muertos de siglos. La gente le grita a sus favoritos: Loquillo, Peralta, Lamparita, el Alacrán… Pucheros lidera el jurado y marca los tiempos con una campana. Comienzan las tandas, las controversias. Lamparita sorprende; los demás se defienden. La jornada será larga. Se trova de la ciudad: se le echan flores al alcalde Salazar, al presidente Uribe; la gente grita contenta. Qué extraño ir a un acto público en el que la gente aplauda la autoridad. Nuevamente hay que desconfiar, pensar qué gente es la que está aquí. Al menos sé que el chico del hostal debe estar en el concierto de Daddy Yankee y Aventura, con su noviecita, que es viernes y el sábado no hay colegio. Trovan por turnos, hablan de cielos e infiernos como los taxistas, de antes y después, de Shakira y el reguetón, de los colombianos en el exterior, de los niños, del sexo, de Chávez y Ecuador y de patriotismo colombiano. Me dan ganas de gritar: “¡Bomba!”. No lo hago. La Isla es el único lugar que conozco donde se grita “bomba” para celebrar estrofas octosílabas perfectas. Qué fácil es volver a casa. La exaltación patria continúa. Se cuenta una ciudad impoluta, superada, altanera, feliz, tranquila, habitable. Tiene algo de verosimilitud el relato. Saben que las palabras hacen aparecer cosas en las mentes de la gente. Lo dicen y existe. Su ciudad existe. Aparece por momentos. Pasados los bailes folclóricos y la música autóctona, llegó un invitado cubano: el famoso de la décima Alexis Díaz Pimienta. El hombre arranca con su tejido de versos distinto, con rima retomada en instantes inesperados del verso y con temas que, como él, vienen de otras realidades. El público paisa abuchea, lo manda a bajar, le gritan fuera, le silban. El hombre a segundos de bajarse de la tarima arranca un verso final en trova antioqueña. Deja la dificultad métrica por domesticar la masa. Acaba bajo la sombrilla de un sombrero y toda la indumentaria paisa. Se los echa al bolsillo. Ahora lo aplauden, le gritan, lo celebran. Ahora él los desafía en verso, les pregunta “dónde están los que me silbaban”. Acaba el número y la gente le pide más. Ha ganado porque ha entendido el código. A la gente del valle no le gusta lo que viene más allá de sus montañas y menos si no se adapta. Don Floro aparece en la tarima. ¿Tendrá dobles esa familia? Le regala un ramo de flores al cubano, que me regalará a mí más tarde cuando hablamos de décimas, del Caribe y de Antioquia. Ganó Lamparita y dio gracias a Dios —es católica y fanática de Uribe. Salta de contenta y la aplauden mucho. La gente ha sido paciente y ha esperado bajo lluvia el resultado. Salgo del espectáculo con un sombrero paisa. Yo también he sucumbido o estaba duro el sol en la tarde. No lo sé. Pero cargo un ramo de flores a medio morir y me voy de allí con las flores y la contentura de la fiesta. Están medio muertas, pero hacen sonreír al taxista cuando se las regalo. Después de todo, es Feria de Flores y nada se desperdicia. *** Hicieron falta cuatro latas de metal para hacer las ruedas. Subíamos una cuesta en el barrio Comuna Santo Domingo. Mientras cuatro chicos del barrio la bajaban montados en un carro hecho de latas y un pequeño panel de madera. Reían alto. Nos miraron de soslayo. Algunos del grupo de periodistas habíamos tomado el metro —de vagones limpios y filas ordenadas— que nos condujo hasta el metro cable, una extensión del metro en funiculares que agilizó la movilidad de los ciudadanos que viven en los barrios de la montaña, la mayoría, los más desventajados. El transporte ha hecho su parte; la rapidez en el traslado de los trabajadores de los barrios a la ciudad ha sido vital en algo tan básico como la estabilidad de la estructura familiar por el tiempo que los padres pueden dedicar a sus hijos. Subimos con las camaritas digitales de turistas desubicados. Nos sentíamos algo miserables, haciendo el turismo más despreciable. Pero hay que ver para contar y con suerte para creer.
Techos y techos de zinc, ladrillo en bloque y en color por todas partes. Medellín es ladrillosa, como el barro. Se deja moldear. Sobre eso volábamos en la caja de cristal que nos trasladaba al barrio. A lo lejos, el Parque Biblioteca España, una estructura que luce como tres rocas inmensas y ancestrales que han aguantado el paso de los siglos. Me gusta que parezcan piedras, que la biblioteca se vea como una roca enorme: un cimiento, esa palabra que suena a semilla. Andar un rato. Un lunes a las cuatro de la tarde. Un chico adolescente dirigía un juego con un grupo de niños más chicos. Ellos sí podían jugar, no como el niño de menos de 10 años que vendía agua en el centro al medio día. ¿Tendrá aquél una biblioteca en su barrio? Quizás debo preguntarme mejor si tendrá un barrio el chico. Un par de ojos verdes enmarcados en una piel tostada de indio acanelado me observa de cerca. Se llama Juan. Tendrá unos 8 años. Viene mucho a la biblioteca, cuando le dan permiso, dice. Tomamos algo. Pasen, bien pueda, como dicen siempre todos los que atienden negocios. Te invitan, bien pueda. No queda limonada. “Dile a tu compañero que comparta”, me dice la mujer de la barrita minúscula de música despechada. Donde bebe uno beben dos; de eso se sabe mucho aquí. Con el último sorbo, la despedida. Andar un rato más, ver los murales que han pintado: “No más violencia sexual”, “Desplazados bajo la lluvia”, “Nací libre”, “Cambio minas por esperanza”, “Homenaje a las víctimas del conflicto Comuna 1”. Bajamos la cuesta, de vuelta al funicular. ¿Habrán llegado lejos los chicos del carro de latas? Poco importa. A veces tres pasos sólidos bastan. A veces tres pasos firmes llevan muy lejos. A veces no moverse, quedarse y hacerse roca, edificarse, es lo necesario. Para ver la edición de Diálogo en PDF haga clic aquí