A Consuelo Curbelo Acabeo, nacida en la Playa de Ponce.
Espera,
aún la nave del olvido no ha partido
no condenemos al naufragio lo vivido
por nuestro ayer,
por nuestro amor, yo te lo pido.
“La nave del olvido”, Dino Ramos, compositor, José José, intérprete, 1969.
Como viejo letrero enredado de sargazos en el muelle de nuestras vidas, la canción de José José nos pide que esperemos: la nave del olvido no ha partido, no condenemos al naufragio lo vivido. De ese leño ardiendo me agarro a pesar de la marea revuelta y del enmohecimiento precoz de nuestros mapas. ¿A quién le importa la bola sicodélica del Hunca Munca; las tardes domingueras oyendo a Charlie Rodríguez y su All Star Jazz Band, o la voz aguardientosa de Juliette Greco, vestida de negro funeral, comme il faut, envuelta en los humos impenetrables del ser y la nada? Pues si a nadie le importa, a mí sí. Y por ello mi agradecimiento a Edgardo Rodríguez Juliá por los tesoros escondidos y vueltos a recobrar, no sólo en los tonos sepias con los que suele colorearse el pasado sino con esa paleta abigarrada de lo destapado, de lo que se nos aparece como si fuera la primera vez.
Las batallas de la memoria, aquellas del país, aquellas de la tribu, al decir de José Donoso, aquellas del sujeto, son quizás las marcas de identidad más urgentes y dolorosas de nuestra generación. Desde hace algún tiempo no le temo tanto a la explosión y centrifugacidad de la memoria sino a su implosión, a su falta de salida. Por ello, el Alzheimer que discurre entre las sinapsis fallidas y los hipocampos abatidos es nuestro terror más recurrente, el río del infierno que borra la historia, la grande que inventó Herodoto y las pequeñas, la de nuestros álbumes de familia, el de las fotos descoloridas en la azotea de Nueva York de los 1950, para que no me olvides.
En su manejo de la memoria y del tiempo, el populismo puertorriqueño, dosel de todas las historias grandes y pequeñas en esta antología personal, cayó – por ademán del patriarca de Trujillo Alto que ni una afasia atribulante consiguió morigerar-, en algunas trampas que habrían de costar mucho. Una de ellas fue decretar sentencias de muerte sobre el tiempo anterior a su advenimiento. En su afán de obliterar el pasado y refundar la historia del pueblo de Puerto Rico a partir de su ascenso al poder, inició una ristra peligrosa de adelgazamientos de la memoria social. Ni aún el futuro, tiempo privilegiado por sus metáforas y narrativas, sobrevivió a la embestida. Como aconteció en tantas latitudes, la seducción de los futuros se acompañó de una disposición de tabula rasa que animó desastres en todos los órdenes, y que desestimó, para suprema ironía, los ritos, secuencias y continuidades que bien pudieron haberle dado mayor longevidad.
De esa manera, sin que pudiesen madurar los modos de la nueva sociedad democrática, sin aún sedimentarse las instituciones, sin completarse los proyectos de origen, cargando aún con las cohabitaciones patriarcales, la modernización populista, vaciada de memoria, dejó atrás sus batallas fundacionales, significadas por la escasez y la lógica redistributiva de fortunas y oportunidades y entró en una giro de normalizaciones en la que sus transacciones ciudadanas terminarían dictadas por la cultura del mercado y el entretenimiento. Quemamos etapas y sus recuerdos cuando todavía estábamos aprendiendo a ser modernos.
Si es verdad como dice Edgardo que en el fondo de las proezas deportivas se esconde una moraleja, aquel 9 de octubre de 1961 cuando Puerto Rico celebró el campeonato de bateo en Grandes Ligas de Roberto Clemente y el liderato de cuadrangulares y carreras impulsadas de Peruchín Cepeda, marcó un antes y un después. Como dice Edgardo en su crónica, Roberto, el de Carolina, fue un hombre del pasado puertorriqueño; Peruchín, el de Trastalleres, se convertiría en un hombre de nuestro incierto y conflictivo porvenir.
Pero, por favor, no condenemos al naufragio lo vivido. Hablando sobre la memoria, el chileno Humberto Maturana lanza un salvavidas providencial: en lugar de pensarla como un almacén de representaciones o como función neurofisiológica, la memoria es una estructuración de “potenciales sintéticos de comportamiento”. Plasticidad, capacidad de actualización, antes que conservación congelante y morbo. ¿Qué pasa cuando un país no puede pensar sino en instantáneo? Pues llamamos a los cronistas que cultivan el atlántico quehacer de contar historias, ellos mejor que nadie funcionan en los tiempos de la modernidad líquida en que se escapa el agua de los dedos (divino Sandro). Lo importante es que no parta aún la nave del olvido, Edgardo.
Muchos de los más antiguos relatos de la humanidad son historias marinas, el corsi y recorsi de nuestro devenir no se aparta de ese hábitat ancestral, a la vez paradójicamente tan contemporáneo. La caracterización de la modernidad como un «tiempo líquido» —expresión acuñada por Zygmunt Bauman—da cuenta del tránsito de una modernidad «sólida» —estable, repetitiva— a una «líquida» —flexible, voluble— en la que los modelos y estructuras sociales ya no perduran lo suficiente como para enraizarse y gobernar las costumbres de los ciudadanos. Si bien es cierto que vivimos bajo el imperio de la caducidad y que estamos dominados por la desaparición de los referentes a los que anclar nuestras certezas, la modernidad líquida trae a nuestras playas de vida las palabras, las imágenes, voces tránsfugas, lugares que ya fueron, sueños y besos, traiciones y deseos. Las nasas con las que los atrapamos son las tuyas, Edgardo, nadador que casi mueres con cada brazada. A ti te toca, y de ahí tu neurosis de siempre, tus jadeos asmáticos, tus síntomas, tus miedos.
En El cruce de la Bahía de Guánica, Edgardo desembarca la Historia en mayúscula en esa rada casi perfecta del sur. El barco Gloucester con sus marinos y soldados bisoños entre los que se encuentra el gran poeta Carl Sandburg (que aún no lo era), apenas un jovencito de 20 años, hace tronar sus cañones. Allí no hay nadie, los españoles y los criollos pro del pueblo han huido para Ponce. Sólo se asustan las bandadas de pájaros. Más tarde aparecen las autoridades que no pudieron irse a tiempo y los asomaos: el alcalde español asumirá sin arrebatos morales el mando bajo los nuevos amos y un guaniqueño negro llamado Simón ostentará el cargo de Jefe de la Policía.
En Los dos abuelos, un relato de Edgardo que aparece en Los arcos de la memoria, un texto sobre 98 publicado en el centenario, el oportunismo de vida de Simón se encarna en uno de sus dos abuelos mientras que el otro, amargado y golpeado por la invasión, no apuesta a futuro. Hay también un síndrome de Jano, genético si nos atenemos a este registro familiar. En las crónicas de Edgardo pulsean la náusea existencialista y la irreverencia de novela negra de Raymond Chandler; con la tropicalia exultante a lo Palés y los carnavales gozosos; requiems y glorias para un país que aún no sabe si va o si viene.
El 25 de julio de las olas y arenas de la invasión era la fiesta del santo patrono de España que negros de Loíza acogieron con el esperpéntico nombre de Santiago Matamoros; sería cincuenta y tantos años después el momento fundacional del ELA y para 1983, el momento de un cruce a nado auspiciado por el Club Exchange, of all things, y en el cual Edgardo condensa su propia historia de temores de última tule, de apetitos que no cesan, de decepciones constantes, de avanzadillas de la muerte que no se cumplen. ¿Tengo que recordarte, cronista, que la nave del olvido no ha partido?
Y volverás Edgardo, una y otra vez, a encontrarte con la Historia, tan pesada y estridente, en un país tan mínimo.
¿Recuerdan ese lapsus del locutor, captado por ti, cronista del entierro de Muñoz, en el que el ataque de histeria se convierte en el ataque de Historia? Tus crónicas mortuorias, conjuro ante la propia, han sido comentadas de manera brillante por Malena Rodríguez Castro en el volumen colectivo Las tribulaciones de Juliá de 1992. Entonces, Malena avistó en los relatos de los funerales de los papás grandes Muñoz y Cortijo las huellas en la arena de un terrible dilema: para que el joven escritor, tú Edgardo, emergiera de la ballena, tenía que tragarse a la voz patriarcal y aún a la misma voz plenera, aquella que intentaba redimir el blanquito jincho en esa culpa torcida que nos dio por los de abajo. Pero, ¿qué pasa ahora, con el pescador cansado, a cuestas con su atarraya cual etiqueta de emulsión de Scott? No hay de otra: seguir, cual contemplado en la Playa del Alambique, en la tarea loca de recuperar la convicción de haber vivido.
Releo tus crónicas y tu voz ya no me suena petulante, aunque lo siga siendo, sino más bien agorera, aunque no lo era entonces. Detrás de los wise cracks y de los exhibicionismos sensualistas (otro antídoto ante la muerte) están las iluminaciones, aquellas que flamean la siempre viva de nuestros recuerdos. Leída hoy, la crónica de una noche con Iris Chacón en el Caribe Hilton, a la sombra del perro de la roca marina que cada día se desvanece más esperando a su amo, no culminó en el séptimo martini que tomaste “cansado de ilusiones”. El coolant de la Chacón, double entendre que no entendió David Letterman en su célebre entrevista a la vedette, metaforiza la épica populista convertida en vodevil. El icono de nuestra modernización, el orgullo marino de Teodoro Moscoso, se excrementa por el “Cerro Maravilla” de nuestras vergüenzas interiores. Pero no hay moralismo en nuestra cronista; sólo consolación, vieja virtud de catolicismo agustino, después de todo fue Agustín, y eso nos lo recuerda Edgardo, el que convirtió al sexo en pecado y en obsesión.
Tus recorridos isleños han sido siempre playeros aunque hoy te refugies en los montes paternales como el jíbaro o en los terrenos blues de Guaynabo. En tu crónica de Isla Verde nos dices que fuiste a la playa porque te perseguía el tiempo. Sé que también te azotaban los diablejos de la melancolía. Esa “condición” se te pegó en el Programa de Honor de la UPR. Era difícil sustraerse, tu querido Charlie Rosario y Héctor Estades, nuestros mentores de entonces, estaban fatalmente aquejados y la seducción convertida en vanidad te contagió de “ennui”, esa neurastenia del alma que siempre alimentará tu escritura.
A la playa sueles ir acompañado. De judíos errantes, de veteranos en viajes de ácido, de húngaros en busca de una cabeza perdida o de tu hijo Alejandro empeñado en ser rapero. También de un elenco de fantasmas literarios, Hunter Thompson, Malcom Lowry, Lord Byron, William Kennedy. Son las aguas, las mansas y las turbulentas, aquellas que acarician y aquellas que aterran como las del temporal Hugo que pasaste arrullando a tu otro hijo, Pablo, las que te convocan y convocarán siempre como curvilínea sirena, para que descargues tu sino de escribir para que nosotros podamos recordar. De eso trata ser compañeros de viaje. De eso y de no dejar que se desamarre la nave del olvido.
Presentación de La nave del olvido, antología personal de crónicas de Edgardo Rodríguez Juliá, Librería La Tertulia, 24 de febrero de 2010.