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María Paula, María Fernanda y María Guadalupe; las trillizas que cada tarde se desencontraban en la tele. La primera era la bicha, de moño alto, alisado y traje sastre impecable. Así se vestía para pasar el día en la casa o para pasearse en un carro rojo. La niña rica no trabajaba, o su trabajo era ser la niña rica. ¿Era rojo el coche, como se dice a la mexicana? Qué difícil es recordar cuando se fantasea encima de las memorias. La segunda, María Fernanda, era ciega, la niña bien tímida, cara de yo no fui y peinado de monja sin hábito. Esas dos vivían juntas en una de las típicas mansiones a la Televisa. La tercera, María Guadalupe era una fiesta. Pelo rizo, atado en un medio moño, vestimenta de gitana y personalidad intermedia. Brava como María Paula pero buena como María Fernanda; con Guadalupe como segundo nombre le correspondía ser la última esencia de la mujer latinoamericana. En verdad lo era. Lograba en todas las televidentes despertar el mismo deseo. Yo quiero ser como ella.
Cuando todavía no me decían Doña Ana y apenas el diminutivo Anita comenzaba a molestarme, recuerdo que me hacía el medio moño, me ponía una yarda de tela de flores de las que usaba abuela para coser y me alborotaba la melena para verme como una de las tres encarnaciones de Lucero en la telenovela Lazos de Amor. Era las tres y era una sola. Distintas en todo, semejantes en el gesto. Todas ellas alzaban la ceja. Dominar los músculos del rostro puede ser proeza de héroes. Recuerdo que me miraba y me miraba frente al espejo tratando de encontrar la conexión nerviosa entre mis cejas y los músculos faciales que las movían solas, independiente la una de la otra.