Los dirigentes políticos están tan ocupados peleando por un cargo que no parecen notar que el negocio podría cerrar. La democracia está en decadencia y, sin embargo, el asunto no figura en la agenda parlamentaria. Todos comparten la pérdida de visión, de planificación y de búsqueda de soluciones a largo plazo y el empleo de la política para concentrar poder.
En inglés, hay dos acepciones de “politics”, una para referirse a la maquinaria, y otra, a la visión política. En las lenguas latinas, solo hay una “política”, empleada ahora también en los países angloparlantes, tanto en la Gran Bretaña de Theresa May como el Estados Unidos de Donald Trump.
En pocos años, hemos sido testigos del increíble florecimiento de gobiernos autoritarios, y quizá la Turquía de Recep Tayyip Erdogan sea el mejor ejemplo. Elegido primer ministro en 2002 y presidente en 2014, ha sido considerado como una prueba de que se puede ser musulmán y defender la democracia.
Erdogan comenzó a adoptar un perfil más fundamentalista y autoritario, como lo demuestra la dura represión en 2013 de miles de manifestantes, quienes protestaban contra los planes de construir un supermercado en una emblemática plaza de Estambul.
Desde entonces, se aceleró la tendencia a abusar del poder. En 2014, lo acusaron de corrupción, junto a su hijo, en el marco de lo cual detuvieron a tres hijos de ministros suyos. Erdogan responsabilizó de la situación al Movimiento de Gülen, una iniciativa espiritual encabezada por un exaliado, el clérigo Fethullah Gülen, actualmente radicado en Estados Unidos.
En 2016, cuando la intentona golpista de algunos sectores de las fuerzas armadas, el presidente turco aprovechó para deshacerse de los seguidores de Gülen y de otros opositores, mandó a prisión a 60,000 personas y destituyó a unos 100,000 funcionarios públicos.
Las prácticas de Erdogan se asemejan a las de Iósif Stalin y de Adolf Hitler en el trato dispensado a esas 100,000 personas, a las que se les impidió emplearse en la actividad privada y se les retiró el pasaporte, al igual que a sus familiares. Al ser consultado sobre cómo harían para sobrevivir, el gobierno respondió que incluso alimentarse de raíces era “demasiado bueno” para ellas.
Entre los funcionarios afectados hay cientos de jueces y decenas de miles de maestros y profesores universitarios destituidos sin sumario ni ninguna imputación formal.
¿Y cómo reaccionó Europa? Con declaraciones vacías, tras lo cual Erdogan se volvió más autoritario.
Construyó un palacio presidencial de 300,000 metros cuadrados con 1,150 habitaciones, más grande que la Casa Blanca y el Kremlin, donde hay una oficina de tres habitaciones dedicada a probar la comida por temor de ser envenenado. La construcción costó cerca de 500 millones de euros (unos $582 millones), según declaraciones oficiales, y $1,000 millones, según estimaciones de la oposición.
En defensa de Europa podría decirse que Turquía no es miembro de la Unión Europea (UE) y, de hecho, sus acciones redujeron enormemente la probabilidad de alguna vez se integre al bloque.
Pero no es el caso de Polonia y Hungría, dos miembros de la UE y beneficiarios de un gran apoyo económico.
Desde que Polonia ingresó a la UE en 2004, recibió más de $100,000 millones por concepto de varios subsidios, el doble del Plan Marshall al valor actual del dólar y la mayor transferencia de dinero en la historia moderna.
Sin embargo, el gobierno polaco se embarcó en el desmantelamiento de instituciones democráticas, la última fue el sistema judicial, lo que llevó incluso a la adormilada UE a advertirle que podría perder el derecho de voto, lo que recibió con total indiferencia por parte del gobierno.
A pesar de ello, nadie ha propuesto formalmente recortar los subsidios, que en el presupuesto de 2014 a 2020 ascienden a $60,000 millones, la mitad de lo que el mundo destina a la asistencia al desarrollo para casi 150 países.
Por su parte, Hungría, encabezada desde 2010 por Viktor Orbán, quien aboga por una “democracia iliberal”, se niega a aceptar inmigrantes, a pesar del subsidio de la UE, al igual que la primera ministra polaca Beata Szydło.
Hungría, con su pequeña población de menos de 10 millones de habitantes, en comparación con los 38 millones de Polonia, es el tercer beneficiario de los subsidios de la UE, unos 474 euros por habitante, mientras la tercera parte de la población mundial vive con menos de eso.
Además, el Banco Europeo de Inversiones otorga un subsidio neto de 1,000 millones de euros (alrededor de $1.164 millones), y Hungría recibió 2.400 millones de euros ($2.794 millones) del programa de apoyo a la balanza de pagos.
Polonia y Hungría formaron el grupo Visegrád, junto con Eslovaquia y República Checa, que está en campaña permanente contra la UE y sus decisiones. De más está decir que los subsidios a estos últimos dos países superan ampliamente sus contribuciones.
¿Acaso Erdogan, Orban, Szydlo son dictadores? Al contrario, fueron elegidos democráticamente, como Rodrigo Duterte, en Filipinas, Robert Mugabe, en Zimbabwe, Nicolás Maduro, en Venezuela, y otros 30 presidentes autoritarios que hay en el mundo.
Pero en Europa eso es nuevo, al igual que lo es un presidente estadounidense con una agenda aislacionista y de confrontación internacional y elegido como de costumbre, como es Donald Trump.
Una encuesta a fines de sus primeros seis meses de mandato concluyó que sus votantes lo volverían a elegir y que el apoyo del gobernante Partido Republicano solo bajó de 98 a 96%. A escala nacional, su popularidad disminuyó a 36%. En otras palabras, si en este momento hubiera elecciones, probablemente sería elegido para un segundo mandato.
Eso nos lleva a preguntarnos, ¿por qué seguimos considerando que las elecciones equivalen a democracia? Porque así es como se expresa la población.
Por cierto, a la gente no le gusta la corrupción, considerado el mayor problema de los gobiernos actuales, según las encuestas. Pero a menos que alcance niveles sistemáticos como en Brasil, los numerosos estudios existentes no muestran una correlación entre corrupción y castigo electoral.
La corrupción ha permitido a los gobernantes populistas para prometer librarse de ella, exactamente lo que hizo Trump en su campaña. Sin embargo, ahora, el conflicto de interés y la falta de transparencia entre sus intereses privados no tienen precedentes en la Casa Blanca.
Eso nos lleva a otra pregunta. Si las ideologías desaparecieron y la política se volvió principalmente una cuestión de eficiencia administrativa y personalidades, y no de ideologías, ¿cuál es el vínculo entre el candidato y sus votantes, quiénes siguen eligiéndolos a pesar de todo, como los que votaron a Erdogan, Trump, Orban y Szydlo?
Quizás es hora de mirar a la política con nuevos ojos. ¿Qué aprendimos de las elecciones de los últimos años?
Las personas se alinean bajo un nuevo paradigma, que no es político en el sentido en que se ha utilizado hasta ahora, se llama identidad.
Los votantes eligen a aquellas personas con las cuales se identifican y las apoyan porque, en definitiva, defienden su propia identidad, sin importar nada más. No escuchan otros argumentos ni los toman en cuenta por considerarlos “noticias falsas”.
Veamos en qué se basa esa cuestión de la identidad, las cuatro nuevas divisiones.
La primera nueva división: ciudades contra el interior, pequeñas ciudades, pueblos o aldeas.
En lo que se refiere al “brexit”, la gente optó en los pueblos por quedarse en Europa. Lo mismo ocurrió con quienes votaron a Erdogan, con poco apoyo en Estambul, pero muy popular en las áreas rurales. Quienes eligieron a Trump fueron principalmente votantes de los estados más pobres. Lo mismo ocurrió con Orban y Szydlo. Ninguno hubiera llegado al poder si las elecciones estuvieran restringidas a la capital y a las ciudades.
La segunda división es la que hay entre jóvenes y adultos con más años. No se hubiera aprobado el brexit si a los jóvenes les hubiera importado votar. Lo mismo ocurre con Erdogan, Trump, Orban y Szydlo.
El problema es que una gran proporción de jóvenes dejó de tener un papel activo en política porque se sintieron dejados de lado y ven a los partidos como máquinas para mantenerse a sí mismos, corruptos e ineficientes. Por supuesto, eso juega a favor de quienes ya están en el sistema, que se perpetúa sin el impulso generacional para el cambio.
Italia encontró $20,000 millones para salvar a cuatro bancos, cuando los subsidios destinados a los jóvenes rondan los $2,328 millones. Con razón se sintieron marginados.
La tercera división se refiere a que las ideologías en el pasado eran básicamente más inclusivas, aun si, por supuesto, el sistema de clases desempeñaba un papel significativo. Esta división entonces es entre quiénes por lo menos terminaron la enseñanza secundaria y quiénes no.
Esa brecha se profundizará de forma drástica en las próximas dos décadas, cuando la robotización de la industria y de los servicios abarque a por lo menos 40% de la producción. Decenas de millones de personas quedarán fuera del mercado laboral; y serán las que tengan menos educación y no puedan participar en la cuarta revolución industrial.
Las élites miran con desdén las opciones elegidas por los electores considerados ignorantes y provinciales, mientras los considerados ganadores cosechan lo que sea y los marginan.
Por último, la cuarta división es muy importante para los valores de paz y cooperación como base de la gobernanza mundial, y es la que hay entre quienes ven el regreso del nacionalismo como solución a sus problemas, y por lo tanto odian a los inmigrantes, y quiénes creen que su país, en un mundo cada vez más competitivo, podría estar mejor si se incorpora a organizaciones regionales a internacionales.
Dos ejemplos extremadamente sencillos: Europa y Estados Unidos.
La UE hizo una encuesta entre nueve millones de estudiantes Erasmus, como se conoce a los becarios de ese programa de intercambio que van a estudiar a otros países. La iniciativa dejó más de 100,000 niñas y niños, hijos de los becarios que se casaron con alguien en el exterior: los verdaderos europeos. En el estudio, 92% de los consultados dijeron querer más Europa, no menos.
Y en Estados Unidos, el clásico votante de Trump, el blanco, un grupo electoral en declive, pues en cada elección hay dos por ciento menos, no siguió estudiando después de la secundaria ni lee diarios ni libros y es originario de los estados más pobres.
Esas personas perdieron su empleo, a menudo por la deslocalización de fábricas o minas, y están convencidas de ser víctimas de la globalización, creadora de grandes injusticias sociales y económicas.
Y eso se debe a que durante dos décadas, solo se utilizaron índices macroeconómicos, como es el producto interno bruto (PIB), y los indicadores sociales fueron, en gran parte, rechazados.
Ni al Fondo Monetario Internacional ni al Banco Mundial ni a la UE ni a los dirigentes les preocupaba cómo se dividía el crecimiento indicado por el PIB, convencidos de que el mercado era el único motor del crecimiento y sería capaz de resolver todos los problemas sociales.
Hace poco dieron marcha atrás, pero ya es tarde, pues el mundo conoce una explosión de desigualdad sin precedentes, lo que contribuye a que el nacionalismo y la xenofobia ocupen un lugar central en el debate político.
El nacionalismo no se reduce a Trump, Erdogan, Orban, Szydlo y el brexit. También China, India, Japón, Filipinas, Israel, Egipto, Rusia y muchos otros países tienen gobiernos nacionalistas y autoritarios.
Eso nos lleva a una conclusión muy simple: o la transición hacia un nuevo sistema político desconocido, que reemplace al actual, que no es sostenible, se basa en valores de justicia social, cooperación y paz (probablemente adaptando las actuales organizaciones internacionales) o será difícil evitar los conflictos, las guerras y el derramamiento de sangre.
¿Por qué el ser humano es el único animal que no aprende de experiencias pasadas?