Es el país de la paradoja, cimentado sobre la doble columna de la creatividad y la tradición. Los angloamericanos son incapaces de escapar a la gemela sumisión al adanismo de ser los primeros y los últimos en aceptar que el resto del planeta puede ser más original y superarlos en cualquier campo.
Expulsados, transterrados, huidos de Europa, más que de otras regiones del mundo, se niegan a admitir que la reconstruida civilización europea, que han desdeñado desde 1776, les pueda superar. A veces, como se le ocurrió al presidente Donald Trump, admitirían de buen grado a noruegos, sobre todo si con ello evitan la arribada de ciudadanos de los “basureros” de la galaxia.
Es inútil. Estados Unidos está en peligro si se empeña tozudamente en mantener mitos que frenan su progreso.
Su interpretación idílica de los momentos fundacionales impide darse cuenta de lo mucho que el mundo ha cambiado por la tecnología, los hábitos sociales y las cambiantes leyes, aspectos entre muchos otros a los que la genuina civilización del Mayflower y Ellis Island ha contribuido de forma impresionante.
Pero se empeña en creer que el cambio, sobre todo si implica la admisión de una sutil inferioridad con respecto a Europa, es perjudicial a la supervivencia de sus señas de identidad.
La masacre el 14 de febrero en otra escuela (podía haber sido en un centro comercial, da igual) aburridamente nos recuerda que los dirigentes de Estados Unidos y millones de ciudadanos se autolesionan con daños permanentes. Erróneamente interpretan para su perjuicio ciertas pioneras premisas de sus leyes fundamentales. Confunden épocas y conceptos cobijados bajo una manta de seguridad que se revela brutalmente agujereada.
El llamado “derecho a tener y portar armas” (que no a usarlas a discreción), entronizado en la Segunda Enmienda, tiene su origen en la época en que no había ni fuerzas armadas federales ni los estados primigenios tenían los recursos para mantener la seguridad.
No había unas estructuras que garantizaran el monopolio del ejercicio de la fuerza (y la violencia protectora, si convenía) que es la seña de identidad de ese Estado-Nación que heredó la autoridad de los viejos reinos e imperios.
La perversa creencia de que los individuos son policías y conductores de carros de combate en defensa de sus familias y patrimonio, más allá de la sala de sus casas, puede contribuir a una comodidad en que el individuo es sagrado y la sociedad es una alternativa secundaria.
El “excepcionalismo” norteamericano impide aceptar que en otros países no se permita la forja de ejércitos privados y el coleccionismo de armas letales, más allá de las piezas museísticas. Lo contrario sería admitir la superioridad de una Europa a la que se tuvo de rescatar de sus propios pecados en dos ocasiones: los europeos son maestros en tropezar con la misma piedra.
Hay otra matanza, más jóvenes y niños víctimas de un sistema con unas carencias atroces de salud mental, educación, y (¿por qué no?) bien entendida disciplina. Obsérvese que la clave de estos gravísimos repetitivos incidentes está en las carencias de unos planes de salud atenazados por el mismo mito de la superioridad y la animadversión hacia lo que se interpreta (¡horror!) como “socialismo”.
El “sistema” (por llamarlo de alguna manera) de salud de Estados Unidos es un desastre de proporciones colosales. Pero nadie parece capaz de corregirlo, innovarlo o cambiarlo. Es otro resultado de la supervivencia de los mitos fundacionales.
Los beneficiados de este caos de salud son diversos. Destacan las compañías de seguros privadas que ofrecen la cobertura a los usuarios, que pueden pagar las cuotas.
Les siguen los fabricantes de medicinas que aducen necesidad de recuperar los costos de investigación (frecuentemente con fondos públicos). Luego están los médicos que deben pagar las deudas incurridas en la obtención de sus licencias en universidades privadas.
Y finalmente destacan los políticos que juegan en el bando de oposición a la medicina y salud pública, universal y gratuita, bajo la reclamación de que esta modalidad es una variante del “socialismo”, palabra que se pronuncia con acento “comunista”.
Los perdedores son los millones de desheredados que no pueden acceder a puestos de trabajo con cobertura obligatoria y compartida en financiación. Los peor perjudicados son los desempleados que se deben acoger, temporalmente, a la beneficencia pública o a la caridad.
Pero están los que arriesgadamente van por la libre hasta que una cirugía les deja sin casa y herencia. Y cuando alguien, como el expresidente Barack Obama, intenta una modificación del caos, se le crucifica y se convierte en objetivo fundamental de aniquilación.
Cuando se pregunta por qué miles de europeos están dispuestos a aceptar estas soluciones “socialistas”, en muchos de los países de mayores índices de desarrollo, igualdad, educación, baja criminalidad, razonable natalidad y expectativa de vida, la respuesta es simple: porque asumen pagar altos impuestos.
Son los mismos norteamericanos los que pagan las altas contribuciones, y que tragan sin rechistar que la educación primaria y secundaria siga siendo pública, universal y gratuita –una modalidad “socialista”.
Pero no están dispuestos a hacer lo propio con la salud, tan derecho fundamental como la vida, la libertad y… la búsqueda de la felicidad, como reza el “motto jeffersoniano”. Y así hasta el siguiente asesinato grupal, cometido por un demente, carente de una básica cobertura de salud, armado hasta los dientes, protegido por la enmienda constitucional que le permite “tener y portar armas”.