En 1989 me admitieron a la Universidad de Puerto Rico Recinto de de Río Piedras por Administración. Había rechazado mi entrada al Recinto Universitario de Mayagüez para estudiar no recuerdo qué vertiente de la ingeniería y así romper con una larga tradición familiar.
Como muchos estudiantes de nuevo ingreso, yo también llegaba a la Iupi mal orientado sobre a qué carrera aspirar. Lo único que tenía claro era que me gustaba la literatura, pero como nadie en mi círculo inmediato veía eso como algo digno de estudio (y ni hablar de una “carrera”) yo también acabé interpretando mi gusto por los libros como un pasatiempo más.
Por dos años estuve dando tumbos por varias facultades hasta que un día, mientras conversaba y tomaba una cerveza con Luis Ángel Ramos, profesor de la Facultad de Educación, escuché las palabras que cambiaron totalmente el rumbo de mi vida: “¿Y por qué no estudias literatura?”. Era domingo por la tarde, lo recuerdo bien, y desde el balcón de su apartamento Santurce lucía como una delicada acuarela.
Luis Ángel me encontró al otro día en el ágora que era la Farmacia Cabrera a principios de los noventa; me escoltó hasta la Oficina de Orientación de la Facultad de Humanidades. Yo lo seguía sin hablar, confiado en que mi facundo Virgilio sabía lo que hacía.
Al entrar a la oficina de orientadores saludó a una señora de acento extranjero y dijo “este joven quiere estudiar Literatura Comparada”. Yo me quedé pasmado y, segundos después, francamente atónito cuando me dio una palmada en el hombro y se marchó con una sonrisa que hizo sonrojar a la señora.
Mi amigo sabía lo que hacía. El cambio de rumbo me puso en contacto con otros magníficos profesores que supieron canalizar mi inquietud por la lectura a través de cátedras inolvidables. Con ellos aprendí a “leer” y, casi sin darme cuenta, también a “escribir”.
No pude justipreciar el valor de la base que me daban en teoría, crítica e historia de la literatura hasta que me enfrenté a la carrera de larga distancia de los estudios doctorales fuera de la Isla. Sólo entonces caí en cuenta de la sólida formación que me habían brindado.
A la gente que durante esos años formativos me preguntaba para qué servía la Literatura Comparada nunca les pude contestar con seguridad. La respuesta no la tenía clara entonces y tampoco pienso que la tenga demasiado clara ahora. Pero al menos estoy seguro de algo: sirve para vivir, literal y literariamente, de lo que te apasiona.