En la mañana del 6 de agosto de 1945, el bombardero americano Enola Gay, acompañado de otras dos avionetas, sobrevoló los cielos de la ciudad de Hiroshima en Japón. Las autoridades de esta ciudad en el Pacífico, en un principio, hicieron sonar las sirenas que alarmaron a la población sobre posibles ataques aéreos, pero pronto dejó de gritar aquel biombo. Ingenuos, los funcionarios del gobierno detuvieron el sonsonete tras pensar que sólo se trataba de tres aeronaves que probablemente viajaban en una misión de reconocimiento. Entonces, chilló el “all-clear”. Los ciudadanos de Hiroshima salieron de sus refugios y continuaron con su día normal. Pero, su tranquilidad se vio bombardeada con la detonación de la primera arma nuclear utilizada en combate. El calor y la explosión intensa quemaron y casi desaparecieron la ciudad en tan sólo segundos. Sería el final de la Segunda Guerra Mundial en días. Cientos de miles de personas murieron. Unos al instante y otros a causa de la radiación. Muchos quedaron vivos con la carga de enfermedades derivadas de la exposición radiactiva. El total de estos decesos no es exacto. Se estima conservadoramente que la cifra roza el medio millón. Y la lluvia negra no cesó, tres días después (9 de agosto de 1945) otros aviones estadounidenses lanzaron una bomba nuclear en la vecina ciudad japonesa de Nagasaki. La tormenta de fuego y terror fue similar a la que se desató con los ataques de Hiroshima. Hiroshima y Nagasaki marcaron el final de la Segunda Guerra Mundial y comenzaron la era nuclear. Los efectos del “hongo atómico” en el cuerpo humano fueron horribles y el mundo siempre recordará con horror las imágenes de niños inocentes quemados. Para aquel entonces, se pensaba que el uso de la bomba atómica había acortado el período que duraría la Guerra y que se habrían salvado sobre un millón de vidas americanas, expuso el General Douglas MacArthur. Por su parte, Robert Seeley en The Handbook of Non-Violence observó que para 1945 el ejército japonés ya estaba liquidado. También, la decisión de utilizar la bomba en esos momentos encontró oposiciones hasta dentro del propio Manhattan Project (dirigido a crear la primera bomba atómica). Distintos teóricos, estudios e investigaciones recientes demuestran que la motivación para el uso de la bomba no era para acabar la guerra más rápido, sino una decisión totalmente política de la administración estadounidense de Harry S. Truman. Los bombazos fueron valorados no sólo por su efecto en Japón, sino por su repercusión en la Unión Soviética. Stalin pronunciaría su famoso discurso el 9 de febrero de 1946 en el Teatro Bolshoi, donde dejó claro que la Guerra era inevitable hasta que el imperialismo cesara de existir. Ya por estos días, Barack Obama, presidente de la única nación que ha lanzado bombas atómicas, sembró esperanza con su intención de desaparecer o, mejor dicho, controlar el poder de países con armas nucleares, es “una responsabilidad moral”. Sólo esperamos que estas palabras retumben y que los inicios de acuerdos para controlar el armamento nuclear entre potencias como Estados Unidos y Rusia no sean firmas para conferencias de prensa. Qué Clinton siga fotografiándose en Pyongyang. La autora es estudiante del Programa de Estudios Interdisiplinarios y Escritura Creativa de la Universidad de Puerto Rico. * En esta historia colaboró Karisa Cruz Rosado de Diálogo Digital