Muchos creen en las actividades artísticas como vehículos para la búsqueda espiritual. Almas perturbadas por dilemas existenciales, stress y otras series de afecciones modernas parecen ser la causa de un traslado del diván del psicoanalista a la sala de ensayo. Algo de cierto hay, tiempo atrás ya se hablaba de esto.
Tratar de comprender por qué el arte, en particular, el teatro, evoca el alma y el espíritu, sería remontarnos a la historia antigua y dar cuenta de las primeras representaciones en todo el mundo. El drama greco-romano tiene sus raíces en los ritos órficos y en las fiestas dionisíacas, en las que se dramatizaban la vida de los dioses con el acompañamiento de danzas y cantos, llamado Ditirambo. En Japón, el Kabuki, el teatro japonés por excelencia, nació cuando una miko (sirviente de los templos de alta posición social y de familia sacerdotal) inició un nuevo estilo de danza dramática, una especie de ritualización de la vida cotidiana. Lo mismo ocurrió en Latinoamérica, los rituales con cierto grado de dramatización estaban ligados a las creencias centrales de las civilizaciones arcaicas y a la devoción que manifestaban por sus dioses. En este sentido, es indudable la conexión entre lo espiritual, ya sea ligado a las creencias religiosas o no, y el teatro. Incluso, el paso del tiempo no determinó un distanciamiento entre estos elementos; así, durante la Edad Media se representaban, en las iglesias, los Misterios y Moralidades con un claro fin didáctico y de propagación del cristianismo.
Con la secularización, el arte se despegó de la religión, aunque conservó lo espiritual desde otra perspectiva. Para el arte moderno, la ligazón con lo trascendental tuvo más que ver con el hacer, con el cuerpo del artista que con las creencias religiosas. Pensar en esta relación es dar cuenta de lo que se pone en juego a la hora de la representación para los actores. Desde una perspectiva en la que no existe la dualidad alma-cuerpo, sino una unidad entre el ser –cuerpo- y el sentir – alma, lo espiritual aparece permanentemente sin necesidad de ser evocado. El actor que pone el cuerpo en escena, indudablemente pone su alma en conexión con todos los elementos teatrales incluso, con los otros cuerpos.
La expresión verdadera es aquella que no deviene únicamente de la declamación de la palabra, sino del cuerpo. En palabras de Antonin Artaud, “el dominio del teatro no es psicológico, sino plástico y físico”. Y por eso, para el autor, la primacía de la palabra tiene que reemplazarse por la del cuerpo, ya que son las formas que éste asuma las que llenarán de sentido y significación al espacio escénico. No se trata de suprimir el decir, sino de modificar su posición y de reducir su ámbito. De aquí deviene la fascinación del poeta por el teatro oriental al cual le alude una tendencia metafísica, opuesta al teatro occidental de tendencia psicológica. Jerzy Grotowski insiste en el espíritu como motor para el actor. Para el director polaco el cuerpo del actor no está al servicio de una escena o de un personaje, todo cobra vida en el propio actor; por eso no puede pensar en un artista que no entrene su cuerpo y su espíritu. Para Grotowski, el teatro es sagrado en un sentido metafísico y espiritual, que nada tiene que ver con un posicionamiento religioso. “A final de cuentas estamos hablando de la imposibilidad de separar lo espiritual y lo físico. El actor no debe usar su organismo para ilustrar un ‘movimiento del alma’, debe llevar a cabo ese movimiento con su organismo” señala el autor polaco.
De aquí que sea difícil imaginar que el teatro pueda desprenderse de lo espiritual. Si entendemos que quienes prestan su ser en la creación artística, no son una yuxtaposición de partes físicas e intelecto, si no que están presentes en cuerpo y alma, veremos que lo espiritual es innegable en la creación. Y es allí, donde el universo teatral se magnifica. Quizás de esta concepción devenga el hecho de que el arte dramático se haya transformado, para muchos, en una especie de terapia alternativa, capaz de posibilitar el reencuentro con un yo más profundo, los sentimientos, y de recobrar el espíritu es pos de un estado más armónico con el aquí y ahora. Sin embargo, el teatro, y en particular las clases de actuación, no son una pseudomeditación combativa contra el stress o los malestares personales, aunque muchos hayan encontrado allí una salida o, por lo menos, alguna ayuda a aquellas preocupaciones. No se trata, de ningún modo, de suplantar la terapia, más bien de un camino posible para adentrarse en el autoconocimiento y en la conciencia del propio cuerpo; de las vivencias que éste guarda en la memoria y se manifiestan en esa caja de resonancia física que somos.
Definitivamente, algo mágico sucede para que el teatro funcione como la fórmula para alcanzar la armonía deseada. Algo de cierto hay, el arte alimenta el espíritu, de ello hay pruebas suficientes. Esta es la máxima razón por la que las personas deberíamos no sólo contemplar las expresiones artísticas, si no volvernos parte de la propia experiencia; vivenciar el arte para conectar el alma con uno mismo; dejar a un lado la vorágine diaria en pos de alcanzar un estadio de paz interior, aunque sea por unos minutos. La fórmula es mágica, tantos años de historia, tantas teorías y experiencias no se pueden equivocar.
Fuente Revista Alrededores