La celebración del Día de la Tierra (22 de abril), en Puerto Rico coincide con el natalicio de una de las figuras más destacadas e inexplicablemente menos estudiadas de nuestra historia, Don Rosendo S. Matienzo Cintrón.
Esta casual convergencia de efemérides es interesante porque el amplio quehacer de El Cedro de Luquillo, como lo nombró Luis Lloréns Torres con un regio poema a su memoria, incluye la defensa activa y valoración de nuestra tierra tanto en el aspecto cívico, ético-político, como desde la mirada agroeconómica. Repasar su aportación histórica de amor por la tierra se hace necesario.
En junio de 1906, Matienzo le cursó una carta a Don Vicente Balbás, director de la revista agrícola puertorriqueña Tierra. En la misma, el luquillense expresó diáfanamente el significado que su tierra puertorriqueña le representaba en un momento de fragilidad agrícola nacional. Les llamó mandamientos de la tierra:
“Amarás, puertorriqueño, tu tierra sobre todas las cosas y por lo tanto jamás
la venderás sino a otro puertorriqueño y solo así conservarás tu patria.”
“Persuádete puertorriqueño, de que la tierra ha producido hasta aquí sin esfuerzos grandes por tu parte, pero desde aquí en adelante será necesario una agricultura más atenta y científica”.
Es evidente que ambos “mandamientos”, amar y trabajar la tierra, vencen con creces cualquier señalamiento de anacronismo pues están a tono con nuestra realidad, aún a la distancia de un siglo de haber sido escritas. La conciencia de Matienzo era gigante, como fue el amor por la tierra que se desprendía de su tinta y de sus quehaceres, todos con patriotismo inquebrantable.
Años antes, en noviembre de 1893, Matienzo presidió una reunión en Cabo Rojo para fundar un banco agrícola en Puerto Rico. Unos 25 accionistas se inscribieron en la iniciativa según quedó registrado en el periódico La Correspondencia. Esa gestión más que una buena idea, fue un acto protector de los recursos y del capital puertorriqueño frente a la profunda preocupación del prócer por el destino del país asediado por los acaparadores. Hoy abundan más.
En 1906, Don Rosendo produjo dos escritos para la Liga Agraria de Puerto Rico, entidad que procuraba “la defensa y mejoramiento de la agricultura y de las industrias que existen y puedan desarrollarse en el país”. El primero fue el Manifiesto de la Liga y el segundo la Declaración de Principios de la misma. Ambos documentos constituyen esencialmente una plataforma legal, económica e inclusive política, que además de ideas, expone la filosofía y los compromisos para gestionar la protección de la tierra y la sostenibilidad de la agricultura nacional de entonces.
En el Manifiesto Matienzo denunció: “Nuestros agricultores carecen de medios de subsistencia como poseedores de suelo y su situación es espiada por el dinero extranjero organizado para luchar con ellos y desplazarlos de una de las mejores y más productivas tierras del Mundo”.
Ante tal problema, propuso una estrategia defensiva, “agrupándonos los productores de la Isla, principalmente los terratenientes, los agricultores…” con el “frenético deseo de acrecentar la riqueza del país… y con un intenso amor al bien como a la tierra que fue, es y será nuestra…” La unión por el país siempre fue su afán principal. Hoy debería ser igual.
Un siglo ha pasado. Con el presente liderato político, en general falto de perspectiva social e histórica y por tanto, de legítimo espíritu patrio al osar transformarlo todo en material de cambio, incluyendo la tierra que les alberga, es natural la escasez de iniciativas relevantes para la vida, que demuestren precisamente amor por la tierra.
Entonces, ¿cómo puede ser la tierra un valor? Decía Matienzo: “tiene el país que luchar, no sólo con las arterías de sus naturales enemigos, sino con la traición de sus hijos, a veces los más inteligentes, los mejor preparados y que ocupan posiciones que les permite el inapreciable privilegio de una vida independiente y holgada”.
Matienzo sabía lo que decía. Había dirigido dignamente la Cámara de Delegados de Puerto Rico (1904-1906) y conocía del egoísmo y la ambición de algunos. Por eso fue primera voz en la protección de nuestro patrimonio natural y agrícola, un tenor en la valoración de nuestra tierra, no solo como un deber asociado a nuestra identidad, sino como un asunto determinante para la convivencia y el progreso social. Duele el corazón al pensar que la educación y el liderato del país hayan sido tan indiferentes con él.
El limbo en que se encuentra la tierra a nivel nacional confirma el olvido. El país tiene que importar más del 80% de su canasta alimentaria básica gracias a una agricultura desnutrida y nada sistemática, mientras el cemento florece en nuestros campos. Hasta se nos priva de la semilla en decenas de productos gracias a la entrega de nuestras tierras a compañías que alteran la genética de los productos y se sirven el poder de excluir o manipular a nuestros agricultores, su tierra, su producción y por tanto lo que comemos.
Irónicamente eso sucede en la tierra donde “todo lo que se siembra da ochenta por uno”, como anotaba O’Reilly en 1765. Por si fuera poco, los cambios en reglamentos y leyes, las políticas permisivas, muy anticonservacionistas, así como el carácter mercantil de los gubernamentalistas de hoy, invitan a la presión externa sobre el suelo cultivable y valioso.
Ejemplos son los casos del Carso Norteño y del Corredor Ecológico, que Matienzo solía caminar en su natal Luquillo. Esto ocurre principalmente por parte de las multinacionales hoteleras y los desarrolladores que facilitan la tragedia en aras de engordar sus arcas y otras más. Matienzo nunca hubiese hecho silencio ni como político ni como ciudadano, nunca hubiese vendido su tierra, ni su integridad como puertorriqueño.
Celebrar el Día de la Tierra en Puerto Rico, debe implicar celebrar a Don Rosendo S. Matienzo Cintrón. El liderato político y educativo tienen que renunciar a su negligencia con el patrimonio territorial y asumir la responsabilidad de retomar y trabajar sobre el mensaje matiencista de unión por la protección y producción de nuestra tierra, por la vida.
Mientras tanto, los puertorriqueños debemos iniciar el cambio desde adentro, resolviéndonos a sembrar en nuestra razón de vida esos dos hermosos y justos mandamientos de la tierra, accionarlos en nuestras familias y cosecharlos en la conciencia de nuestros hijos para que el amor por esta tierra se renueve y florezca silvestre como el moriviví.
Si no lo hacemos, la inspiración del poeta Virgilio Dávila, que se alargó en el tiempo hasta hoy, seguirá teniendo vergonzoso sentido en nuestro dolido y dócil espíritu: “Te lo dijo Matienzo y no quisiste oír del prócer su consejo sano y poco a poco en extranjera mano cayendo va la tierra en que naciste.”