Las palabras vuelan libres, colonizando mentes y propagándose a la velocidad del sonido o la luz, según el soporte que las albergue. Las palabras entran en un cerebro cualesquiera, este cerebro las procesa, y finalmente las relanza a otros cerebros, en un proceso tan intrincado que no hay espacio aquí para ponderarlo.
La cuestión es que, a lo largo de ese proceso intrincado, las palabras menguan o amplían su éxito de uso, también depuran su significado o hasta cambian diametralmente de acepción (como pasó no hace mucho con “álgido”). Y en este proceso importa poco lo que sentencien los académicos de la lengua: su función se ha vuelto meramente informativa, más que prescriptiva.
Las palabras no se pueden moldear como la arcilla porque, en su periplo, se quedarán siempre marcadas con las muescas de las idiosincrasias de individuos, grupos, colectivos o pueblos. Las palabras son como entidades proclives a la mutación, son X-words, y, cada vez que entran en contacto con un intelecto, entonces es como si rociáramos la palabra con rayos gamma, de esos que se usaban en la ciencia ficción de los 50 para crear hormigas gigantes.
Por esa razón, las palabras, fundamentalmente, no influyen en la realidad, sino que es la realidad, debidamente colada a través de nuestra masa gris, quien influye en las palabras.
Los inuit no emplean más palabras para referirse a la nieve porque capten un mayor abanico cromático o porque registren diferencias en la nieve que están vedados para nuestros sentidos urbanitas: lo que ocurre es que tienen más términos para referirse a la realidad circundante porque hay más tipos de nieve allí donde viven.
Así pues, olvidemos acuñar nuevas palabras para cambiar mentes, conductas o prejuicios. Las palabras no cambian el mundo de ese modo. Hasta cierto punto, sí es verdad, tal y como usemos el lenguaje lograremos que los demás sean más o menos permeables a nuestros argumentos. La dialéctica es una herramienta muy potente. Hay ideas que pueden anclarse en nosotros y no nos permitirán razonar correctamente. Pero las palabras, por sí mismas, no cambiarán sustancialmente nada: en cuanto las palabras entren en contacto con el universo del receptor, la palabra cambiará su tono, su significado, su intención. Su pureza, en definitiva.
Por ello sirve de poco usar lenguaje políticamente correcto para combatir el racismo, por ejemplo, como ya expliqué en el artículo La rueda del eufemismo. Tampoco cambiará la posición de la mujer en la sociedad si decimos “ellos y ellas”, porque el sexo es genético, no lingüístico.
Otra cosa distinta, sin embargo, es la acuñación de palabras para ideas que todavía están huérfanas de nombre. Una de mis grandes aficiones es ésa, precisamente: bautizar la realidad.
Es como otorgarle más matices. Como ampliar el alcance de nuestros análisis. Como hacerla un poco más tuya, más familiar.
Eso lo hacen estupendamente en la serie de televisión Cómo conocí a vuestra madre. Los mejores capítulos son los que inventan palabras para definir cosas que todos sabemos que pero nadie verbaliza, si no es usando un largo circunloquio. Una de las mejores acuñaciones de la serie, a mi juicio, fue la de “revértigo”. El término se refiere a la sensación de cambiar cómo somos cuando nos encontramos con alguien del pasado que hacía mucho que no veíamos: si es alguien del colegio, no podemos evitar comportarnos un poco tal y como éramos en aquella época, con esa persona.
A propósito del ateísmo, un grupo bastante amplio de intelectuales ha decidido hacer lo mismo. Usar una palabra que defina mejor lo que significar ser ateo. Porque la mayoría de la gente con la que discutes sobre Dios y se declara agnóstica, en realidad resulta que es atea, pero no lo sabe. Muchos agnósticos, pues, son ateos mal informados. Entre otras cosas (como un nulo conocimiento sobre epistemología), ello quizá se deba a que la palabra agnóstico (no sé si dios existe o no) parece más razonable y humilde que la palabra ateo (etimológicamente, sin Dios).
En realidad, un ateo no niega la existencia de Dios (al menos, la niega con la misma energía que niega la existencia de Supermán). Lo que sostiene un ateo, en realidad, es que la existencia de Dios no es necesaria para entender la realidad (o que añadir a Dios en nuestra teoría sobre la realidad no aporta nada: si no sabemos quién creó el mundo y respondemos que Dios, ¿quién creó a Dios? ¿Otro Dios? Finalmente, sustituimos el “no sé qué creó el mundo” por otra palabra, “Dios”, pero esencialmente significan lo mismo). En otras palabras, la hipótesis “Dios” es innecesaria. Planteárselo es una pérdida de tiempo si queremos iniciar cualquier investigación sobre las leyes de la naturaleza. Dios es como Supermán o Papa Noel.
Así que, como decía, hay un movimiento para que los ateos dejen de autodeclararse ateos para declararse bright. Así eliminamos la serie de confusiones que acarrea el ateísmo. El difusor de la palabra ha sido el popular biólogo Richard Dawkins, en la edición del 21 de junio de 2003 del periódico inglés The Guardian.
Bright (agudo, brillante) invoca la luz de la razón encendida por la Ilustración. Se basa en una visión clara, naturalista, escrutable del mundo, que se opone a la visión oscura, obtusa y no escrutable de la visión sobrenatural o mística (los creyentes de cualquier religión).
En EEUU, el gran popularizador de la palabra ha sido el filósofo Daniel C. Dennett, del que recomiendo encarecidamente su libro Romper el hechizo. Tal y como señala Piergorgio Odifreddi en su libro Elogio de la impertinencia:
"Tanto Dawkins como Dennett subrayan que los no creyentes son mayoría entre los científicos: para ser más precisos, el 60 %, llegando incluso al 93 % entre los miembros de la Academia de Ciencias estadounidense. Lo cual demuestra, si fuera necesario, que identificarlos como brights es justo, porque cuanto más inteligente y brillante se es, menos se resulta creyente y crédulo (o, si se prefiere, cretino). No asombra, pues, que a la apelación de los brights hayan respondido también algunos premios Nobel, del físico Shelton Glashow al biólogo Richard Roberts."
Veremos si finalmente la nueva palabra cristaliza o, debido a sus devaneos de cerebro a cerebro, se pierde, se modifica o cambia de acepción. Por el momento, me gusta intentar ser bright.
Fuente Blog Papel en Blanco