La casa de estudios, la casa del intelecto del País, la casa de la celebración y potenciamiento del conocimiento, del cultivo del talento y de la esperanza colectiva en (y con) el futuro del País. Me refiero a la Universidad de Puerto Rico, ese espacio metafórico y material en donde el País apuesta a su propio destino invirtiendo en la educación de su juventud y en el desarrollo de una agenda ambiciosa de investigación y creatividad cultural. Todos los días me peleo, en silencio, con la Universidad. La regaño, le ruego, le exijo cosas, le echo en cara su desconexión, su pesadez, o su liviandad, según venga al caso. Pero todos los días agradezco trabajar aquí, y no en otra parte. Es (¿era?) una pelea feliz. Como las peleas de mis abuelos, uno de esos matrimonios eternos, con sus discusiones intensas, repetitivas, serias y a la vez repletas de afecto y tan constitutivas de su amor como los abrazos. Pero la Universidad está tomada. No hace falta ser universitario para resentir esa toma. Y en esa toma no hay cariño. Es un estado de sitio que vacila entre lo cómico y lo cruel, entre lo payasil y lo castrense. En su cuento “Casa Tomada“, Cortázar describe la toma implacable, en dos movimientos “simples, sin circunstancia”, del hermoso caserón antiguo donde viven dos hermanos: ella tejiendo; él leyendo literatura francesa. Primero “llegaron” (no dice quiénes. ¿Fantasmas? ¿Muertos? ¿Zombies?) por “el comedor, o la biblioteca”. Supieron de la presencia de esa otredad por el ruido -”impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación.” Se encerraron con llave en la otra mitad de la casa. Siguieron viviendo, pero “hubo pérdida”, como dicen por ahí. No les importó tanto perder el comedor, porque aún contaban con la cocina. Pero los libros, almacenados en la ahora inalcanzable biblioteca, sí dolieron. Se resignaron a la mitad del hermoso caserón. El hermano lector se dedicó a mirar a su hermana, virtuosa de la aguja, tejer. La vida continuó. Hasta que “la cosa” regresó –ésta vez más rápida, más implacable. El mismo ruido, ahora en “su lado” de la casa. Sólo restó tiempo para salir al zagúan. Sin dinero, sin maletas. Habían quedado fuera de su casa, su propio hogar, heredado de sus bisabuelos, amado por sobre todas las cosas, ahora tomada por completo por…lo que sea. Una presencia opuesta, antónima, antipática. En nuestra casa todo empezó también con ruido, y, curiosamente, también por el comedor. Para completar el paralelo, los universitarios reaccionamos, como los hermanos del cuento, sin mayores aspavientos y con resignación. La presencia ajena, externa, ruidosa, implacable, entró por el comedor y nos acusó de comer angus beef y de gastar demasiado en vinos y en almidón de planchar manteles. De modo que pusimos la llave y nos encerramos en el otro lado de la casa. Por lo menos, decíamos, nos quedaba la cocina, el dormitorio. No valía la pena enfrentar…la cosa. De hecho las acusaciones, a pesar de ser hechas por entes que cobran dietas para comer y beber a razón de sobre quince mil dólares anuales, resonaban y hallaban eco en otras gestas, universitarias, distintas, más legítimas y menos partidistas, que decidieron sin embargo “coger pon” en el ruido, para hacerse más visibles. Entonces, como en el cuento, un segundo movimiento. Más rápido, más violento, tal vez más funesto. Tomaron el resto de la casa, rotunda y repentinamente. En el caso de los hermanos del cuento, los dormitorios mismos. La cocina. En nuestro caso, la Torre Norte -hogar estudiantil-, las barritas que existen y se multiplican donde quiera que existan estudiantes universitarios en suficiente cantidad, las calles y aceras tan aledañas al campus que casi son parte de él, los ojos y narices de los estudiantes que osaron burlarse de una uniformada vengativa, y el muslo de una chica, herida ahora como Ulises, así iniciada en los misterios del anti-intelectualismo y la barbarie. En la avenida Universidad, como en la casa de Cortázar, la pelea desigual entre guardias y estudiantes representaba otras peleas. Más grandes, porque son del país, tal vez del mundo. Más pequeñas, porque son también internas a los individuos, y especialmente, a los universitarios de todo tipo. La pregunta es si, como los dos hermanos del cuento, nos iremos tristemente de la casa, si la entregaremos, resignados. O si nos atreveremos a mirar la cosa a los ojos y a decirle “¿sabes qué? Es nuestra.” Texto tomado de www.rimabrusi.com