Saluda con la sonrisa ingenua, juguetona a ratos. Se disculpa por la demora, culpa quizás de lo laberínticas que pueden resultar las calles de Hato Rey, en eterna construcción. Suelta una risita nerviosa antes de comenzar.
Entre sorbo y sorbo de su bebida -mezcla de café con licor-, conversa sobre el País, específicamente sobre la UPR, que tan bien conoce, pues es su espacio de trabajo. Nos citamos para hablar de su primera novela, Ombligo de luna, pero Julio A. García Rosado no puede evitar opinar sobre lo que le rodea, sobre las cosas que le preocupan y que, sin duda, ocuparán las páginas de sus proyectos futuros. Pero hoy, se recupera de un arduo parto. “Me tardé quince años en completar este libro”, explica y abre los ojos como si le costara creerlo.
“Completé el primer borrador en un año, pero después pasaron quince, con lapsos en los que la dejaba descansar y la retomaba. La sometí a varias editoriales, pero nada funcionaba”, continúa casi sin respirar.
Llegó a pensar que el libro nunca se publicaría, sin embargo, algo le aseguraba que, llegado el momento idóneo, Ombligo de luna vería la luz.
“Por mucho tiempo yo me decía: ‘Dios mío, ¿cuándo me voy a desprender de esto?’. La seguía revisando y no lograba desprenderme, hasta que surgió la propuesta de publicarla. Entonces, me di cuenta de que era el momento. Es como si el objeto se volviera autónomo al cumplir la mayoría de edad”.
Ya la cumplió y, a juicio de su creador, “el libro ya se desprendió de su padre y ahora, debe correr la gama crítica que reciba en el futuro”.
Y es que a Julio no le es ajena la crítica. Según explica, comenzó a escribir desde los 13 ó 14 años. Entonces, lo hacía en libretas marca Superior, en las que dejaba siempre algunas páginas para que sus lectores le escribieran sus impresiones. “Llegaba un momento en que me las pedían. Era mi fantasía de ser algún día escritor”, narra con mirada traviesa.
Esa picardía se le adhiere a los párpados cuando comienza a contar cómo fue su infancia en el barrio Mamey II en Guaynabo. Allí, rodeado de vegetación y en el seno de una familia humilde, “el monte era nuestro Disney World. Era hacer caminatas para meternos monte adentro, estar desde las 8 a.m. hasta las 4 p.m. con machetes para hacernos paso, detenernos, poner tres piedras para asar un pollo”. Por momentos, parece sentirse de nuevo allí. Aquellas aventuras duraron hasta que se mudó al casco urbano de Guaynabo, y de ahí a la Escuela de Artes Plásticas en el Viejo San Juan, donde estudió diseño gráfico.
“El cambio fue fuerte”, afirma con un dejo de nostalgia, “porque por aquel tiempo, la vida de campo tenía cierta ingenuidad. La infancia mía está rodeada de inocencia, de ingenuidad. Irónicamente, hay mucha de esa inocencia en todo lo que escribo”.
En el caso de su novela, la construcción de oraciones, aunque por momentos intrincada, mantiene pinceladas de esa inocencia, como una suerte de tributo al campo que lo vio crecer.
La “tortura” de escribir
Según admite, ese niño aventurero que gustaba de pasar horas caminando por el monte se difumina bastante durante el proceso de escritura.
“Es que es bien controlado. Necesito tener control; ese cliché clásico de decir que uno es Dios y necesita controlar lo que ocurre en la ficción, pues yo necesito ser esa especie de Dios”, abunda antes de sorber lo poco que queda en su taza.
Autor de otros dos libros de teatro y diseñador gráfico de profesión, además, combinó ambos talentos para hacer el arte de la portada.
“Tenía otra idea, pero cuando se dio la oportunidad, quise probar otra cosa. Como la novela tiene muchas dualidades y se centra en dos personajes, quise ponerlos a ellos dos ahí”, cuenta. Entonces, mira el rostro de uno de los protagonistas en la tapa y añade: “Me concentré en hacer los ojos. Es bien difícil. Lo hice unas 18 veces hasta que quedó lo que quería”.
Así es él; deja muy pocas cosas al azar. Fanático confeso del escritor Ray Bradburry, recalca que hoy día, cuando por fin se desapegó del texto, quiere centrarse en otros proyectos. “Ahora, estoy más pendiente de lo que ocurre en la calle”, asegura, “Puerto Rico es una olla de información. Quiero escribir más de puertorriqueños que me caminan alrededor todos los días, con sus contradicciones, con sus cosas maravillosas”.
Pausa, observa en la acera contraria al lugar donde estamos sentados y prosigue: “Yo miro a esos hombres pintando y al señor frente a su carro descapotable mirándolos y veo una historia. Ahí hay un cuento. Eso es lo que me llama ahora”.
Claro, eso y la cita con sus lectores este jueves 15 de marzo en la Librería Cronopios en la Ave. De Diego en Santurce. Allí, a las 6:00 p.m., intentará seguir desprendiéndose de su Ombligo de luna durante un conversatorio. “Sabes, después de publicada, la leí con otros ojos y no sentí ningún impulso de querer alterar nada… Ahora sé que lo que vuelva a escribir, pasará un proceso distinto a este. No creo que vaya a estar 15 años escribiendo un libro”, afirma con una sonrisa.
¿Adónde se dirige ahora? “Tengo dos libros más guardados, pero quiero concentrarme en escribir cuentos, porque es lo que me llama ahora”, finaliza. Y fiel a su espíritu aventurero, le hará caso al llamado.
El autor es periodista independiente y escritor.