Llegar a La Habana, que no siempre está en ruinas, como dice José Antonio Ponte, es ir a otro mundo que nos remite a la plantación cañera, aunque recorramos la zona urbana. Sus edificios imponentes y sus casas, algunas herencia de la sacarocracia cubana, hacen de ella la ciudad de las columnas, como le llamara Alejo Carpentier.
Es un lugar de espacios bulliciosos, como la calle Obispo en la zona colonial, y otros serenos en el Vedado, llenos de árboles, pequeños restaurantes o paladares junto a diversos lugares de comida, distintos a Cayo Hueso en donde habitan sectores más populares y menos pudientes. Los toques de tambor se escuchan allí con mayor frecuencia que en otras partes de las zonas habaneras.
Me hospedé en la calle 25, cerca del hotel Habana Libre y de la parte trasera de la universidad pública, un área céntrica de hermosos edificios. No los evoco para ocultar los estragos del periodo especial ni los daños que ocasiona el embargo de los estadounidenses, pero sí para deslindarme de las visiones distorsionadas de Cuba.
Me quedé en la antilla en que impera el CUC, moneda convertible con la que se le impone un gravamen al dólar y en la que este coexiste con la moneda nacional. ¿Cómo sobreviven unos y otros, los que reciben la nacional y los que reciben el CUC? ¿Qué pasaría si por las presiones del embargo se dejara de recibir la misma cantidad en divisas? Hace alrededor de cuatro años la eliminación de la libreta de abastecimientos fue tema de discusión para todos los cubanos. Hoy muchos siguen recibiendo esta ayuda alimentaria.
También esta es la Cuba de la educación y la salud gratuitas, la de los diálogos de paz, los entierros a cargo del estado (gratuitos, aunque no perfectos) y la exportación de la solidaridad no importa el quinquenio gris, acuchillado por casi todos, o el influjo soviético vivido hasta fechas muy recientes.
Hay que recordar las tumbas sin sosiego, según las denomina Rafael Rojas, quien nos habla de las dos principales vertientes del marxismo existentes en Cuba: el soviético y el martiano. Creo que el primero está derrotado por la sociedad civil, aunque queden residuos. Intelectuales como Desiderio Navarro se encargaron de otorgarle una genealogía autóctona a las medidas sociales promovidas por el régimen socialista.
En el autobús ya me impacta el campo cubano que recorro camino a Santiago. No pienso en las enormes zafras a las que convocaba Fidel Castro. Ya no existen grandes predios de terrenos en los que se cultiva la caña, pero está presente entremedio de grandes y frondosos árboles en una llanura de un verde intenso salpicada del color naranja de sus flamboyanes.
Pasamos por Santa Clara, Ciego de Ávila, Las Tunas, Camagüey; mas bien por las zonas periféricas o los bordes de la ciudad. Allí encontramos pequeñas casas y edificios que recuerdan los proyectos sociales de la etapa muñocista en Puerto Rico, los residenciales, junto a zonas de pobreza.
Me asombran las numerosas plazas llenas de plantas que vemos a la entrada o salida de los pueblos. La gente viste con modestia, pero no veo pedigüeños, deambulantes y drogadictos como en la llamada isla del encanto.
No pretendo interpretar a Cuba como una utopía, pero la comparación entre Puerto Rico y esta antilla mayor nos permite ver nuestro derrumbe, el del proyecto también utópico de la industrialización, el más reciente del mercado neoliberal de la más pequeña de las Antillas que hoy está más que nunca sujeta al colonialismo.
Una iconografía masculina acordonaba las zonas que visitamos a nuestro paso hasta Santiago. Los rostros de Fidel, Che Guevara, José Martí, Camilo Cienfuegos adornaban las ciudades junto a frases como “Revolución es construir”, utilizada por Senel Paz en su cuento No le digas que la quieres.
¿Dónde están los rostros de Haydée Santamaría, fundadora y directora de Casa de las Américas; de Celia Sánchez, quien fuera secretaria del Consejo de Ministros de Cuba; de Gertrudis Gómez de Avellaneda, escritora sobresaliente del romanticismo latinoamericano; de Dulce María Loynaz, poeta destacada, por ejemplo? Es tal vez por esta ausencia que las cubanas se lanzaron a la escritura tardíamente, en los noventa, contrario a otros lugares de Latinoamérica y el Caribe.
Llegar a Santiago, tierra de turismo, significa llegar a la cuna de la Revolución, ya que allí se dio el asalto al Cuartel Moncada, y a uno de los principales centros de la cultura afrocubana.
Allí me esperaba el Festival del Caribe. La ciudad, hermosa y contrastante, la segunda más importante de Cuba, tiene una mayor población negra que la capital, siendo el lugar donde habita una gran cultura afroantillana que conserva sus ritos y comparsas. Prohibidas a comienzos de siglo XX, al igual que en Brasil, como relata Jorge Amado en su novela Tienda de los milagros, estas últimas desfilan alegremente por la ciudad al costado del Parque Céspedes.
No puede olvidarse que esto es fruto de las múltiples luchas que llevaron a cabo los cubanos negros. Es necesario recordar al Partido de Color Independiente que se rebelara en el 1912 contra el racismo y las condiciones en que se encontraban negros y mulatos. Por eso también se atrevieron a solicitar la educación gratuita tanto a nivel primario como universitario. El resultado fue el asesinato de alrededor de seis mil cubanos de extracción africana.
Este exacerbado racismo, señala Tomás Fernández Robaina en su libro Cuba. Personalidades en el debate racial, era la negación del pensamiento martiano, y se oponía a las ideas de los cubanos blancos y negros más progresistas. Es evidente que la cultura afroantillana y sus expresiones religiosas resultan muy distintas de los cánones a que la sometieran los conquistadores cristianos.
Fernando Ortiz, quien empezara sus trabajos desde una postura eurocentrista, vio con claridad en sus posteriores investigaciones, y antes que Antonio Benítez Rojo, la gran diferencia entre el pensamiento cristiano y el de origen africano oculto bajo un supuesto sincretismo religioso. El racismo extremo no fue borrado por completo por la Revolución como lo ha develado el discurso ensayístico y contestatario de Roberto Zurbano.
En el elegante teatro Heredia, nombre del poeta fundacional que naciera en esta tierra santiaguera, se llevaron a cabo las conferencias organizadas y en las que Puerto Rico era el tema principal. En la noche el espectáculo fue hermoso. Puertorriqueños y puertorriqueñas cantaron y bailaron bomba y plena y otras fusiones musicales, así como música típica.
Tal vez todavía encontramos en estas expresiones a las que seguimos atados una identidad que reúne lo blanco y lo negro mayormente, un mestizaje, unos ancestros negros de los que no renegamos. Hizo falta una muestra del reguetón de Daddy Yanquee y alguna fusión entre el trap, la salsa y el reggae que caracteriza a la música de los jóvenes.
Vuelta a La Habana. El autobús sale tarde y son 16 horas de viaje. Vuelvo a ver la flora cubana, las verjas naturales compuestas por plantas, a gente que viaja en carretas con caballos, a muchos guaraguaos que rondan en el cielo posiblemente velando su presa.
Llego a la ciudad y siento su aroma, el de los árboles y el del diésel. Visito Casa de las Américas, lugar que recibió y alberga a los más destacados intelectuales de América Latina y del Caribe. Ya me voy. Veo a Puerto Rico pequeño y oprimido con el corazón divido entre las dos tierras.
La autora es profesora de la Universidad de Puerto Rico en Bayamón.